José Ignacio Calleja-El Correo

Es evidente que la sociedad española marcha a remolque de acontecimientos que la sobrepasan. Parecería que el país en su conjunto no encuentra el momento de recuperar el norte desde la época de Zapatero (2008), cuando la crisis inmobiliaria, financiera y económica puso a todos contra las cuerdas. Ya siento el suspiro de quienes me dicen que los vientos de proa vienen de mucho antes, pero voy a hacer pie en esa fecha. El crecimiento frágil se vino abajo y millones de parados se sumaron hasta componer una bolsa de casi seis millones de personas. Me harté de leer que el país no lo soportaría. Lo recuerdo por si es un primer hilo de esperanza hoy.

Corrió el tiempo, cambiaron los vientos de Europa y España encomendó su gestión a otros dirigentes que poco a poco parecían revertir la decadencia y traernos a la senda del crecimiento y el empleo. No es el caso que vaya a repetir lo que cualquier analista social ha contado, pero rememoro una experiencia de ciudadano de que la salida de la crisis fue inconsistente. Crecer para crear un empleo muy malo, emplear para no poder asegurar una familia con futuro, vender bienes y servicios y pagar buenos impuestos para terminar con un déficit repetido y una deuda pública incontenible… Y eso, tirando de la bolsa de las pensiones cuando ésta era boyante.

Lo que quiero decir es que vivimos del 2012 al 2018 con la idea de que la crisis había quedado atrás; pero, de hecho, con la evidencia de que aquello no remontaba. Ni siquiera voy a apelar a las estadísticas sobre la pobreza en España. No, hablo de esa impresión informada y vivida de que nunca hubo celo por las principales carencias de la vida social y de sus grupos humanos. Se sentía desigual, deforme, inconsistente, menos justa de lo que podría y debería; desde luego, no para todos y siempre amenazada como un castillo de arena. Internacionalmente se había hablado allá por el 2008 de refundar el capitalismo -lo dijo Sarkozy, el presidente francés y conservador a la sazón-, pero la crisis financiera se pagó entre todos los pueblos y aquí paz y en el cielo gloria. Algunos pagaron su deuda, tarde, pero lo hicieron; otros la tienen pendiente y dicen que ya no se sabe de quién es, que eran cajas públicas y no bancos.

Después de 2018, comienza una aventura donde la sociedad española vive de sobresalto en sobresalto; del revolcón del 15-M a la aventura soberanista catalana, del terrorismo fundamentalista que deja enano el autóctono al convenio político del socialismo de Sánchez con la izquierda de Podemos, del republicanismo en ciernes a la pandemia del sars-cov-2. En esa vorágine de retos, expectativas y respuestas, seguimos con la conciencia de que no hemos salido de la crisis desde el 2008. No es una impresión, sino una evidencia que una tras otra indignación social pone al descubierto. Y aquí las notas de juicio sobre qué nos pasa son mil. Me gustaría mentar alguna que necesariamente despiertan antipatía.

En una estructura social capitalista, a pesar de darse en el marco de un Estado social, sería ridículo ignorar las enormes desigualdades que atraviesan la vida y las leyes. Soy el primero que defiende que si no hay estructuras sociales más justas, por equitativas con los grupos sociales más débiles, poco puede hacerse solo con lo personal. Pero esta vez reclamo atender a vicios ideológicos que nos caracterizan como sociedad. Una idea tan pesimista de los otros conciudadanos que, por supuesto, no entienden lo que sus críticos ven; es la idea prepotente de que la gente vota mal porque no sabe y se deja manipular. Los otros, claro. La idea tan pesimista de que todo el mundo desempeña mal su profesión y sin remedio merodea la chapuza. La idea tan pesimista de que en cualquier otro país libre la gente habría echado a esta clase política. La idea tan pesimista de que todo lo que nos pasa es porque los capitalistas europeos han decidido orillarnos en servicios sin valor añadido. La idea tan pesimista de que situarse en la Administración pública es la única forma de asegurarse un futuro sin problemas. La idea tan pesimista de que emprender económicamente algo está al alcance de muy pocos y con dudosa conciencia moral. La idea tan pesimista de que los medios dedicados a las humanidades, las artes, las filosofías y los valores son tiempo y dinero tirados.

Hay demasiado pesimismo en el ambiente. Cuando lo que se requiere es gente que emprenda, se implique, coordine, impulse y crea en «algo intangible, pero raíz del alma social y personal», la ideología imperante es la queja general. El país es una queja sobre los otros y el punto alcanzado más tiene que ver con la disculpa que con el mal en sí. Los psicólogos han de ayudarnos sobre este desplazamiento y proyección de la culpa. Hay un exceso en todo esto. La normalidad que venga será más justa si encuentra los sujetos que la actúen. En ello estamos.