El Correo-JUAN CARLOS VILORIA
La democracia puede ser flexible. Puede ser elástica. Pero no puede ser líquida. Por ejemplo. Tener cerrado el Parlament de Cataluña y utilizar un teatro para abrir el curso político y anunciar las intenciones del Gobierno, incluida la voluntad de no aceptar la sentencias de los tribunales. O utilizar los edificios institucionales para colgar simbología partidista, sectaria y provocadora. O defender la legalidad de un referéndum sin garantías, sin información contrastada sobre las consecuencias del sí y del no. Sin cobertura constitucional. Avalado en el supuesto deseo de decidir de una parte de la población como si fuera un derecho natural. La democracia impide el monopolio del poder político por determinados grupos de presión y soslaya el riesgo de hegemonía de capas sociales privilegiadas. Es un sistema, como diría Churchill, que obliga a doblegarse, de vez en cuando, a la opinión de los demás. Como sistema ofrece un gran margen de maniobra para adaptarse al perfil socio-político de los colectivos, pero los alarmantes síntomas de deformación interesada de sus mecanismos de representación están configurando una democracia excesivamente ‘elástica’. Es decir, que en función de los intereses partidistas puntuales se ejecuta un discurso de auto-legitimación que está lejos de ajustarse a las reglas y protocolos compartidos por el conjunto. De una democracia flexible a una democracia líquida tampoco hay tanta distancia.
La particular aplicación de la regla de las mayorías para quebrar las reglas de juego que se está aplicando en Cataluña por la mayoría secesionista es el perfecto exponente de una democracia líquida. Sin moral. Sin valores compartidos. Sin reglas. La democracia está sufriendo ahora el impacto de opciones partidarias que no aceptan las normas y que idean derechos extraídos de la historia o emulando otros territorios y otros contextos para salirse del raíl y encontrar atajos para sus propósitos. Incluso cuando se reivindica la democracia directa bajo el estimulante señuelo de la participación popular, se marcan límites a conveniencia del convocante. Ellos eligen el ámbito donde calculan que su mayoría puede imponerse.
Ese juego sucio político está triunfando plenamente en el soberanismo independentista de Cataluña y tiene en Euskadi su retaguardia. No en vano fue un estratega del PNV quien inventó el derecho a decidir y el «ámbito vasco de decisión». Fórmulas abiertamente antidemocráticas pero revestidas falsamente de una democracia más avanzada y más representativa. Pero la tentación de bordear los límites de la democracia representativa no solo afectan a opciones nacionalistas. Está penetrando también en la estrategia de los grandes partidos. El ejemplo más reciente es el peligroso juego de conveniencias a que va a ser sometido el Senado para despojarle de la residual competencia que le atribuyó un sistema bicameral como el vigente.