DAVID JIMÉNEZ – EL MUNDO – 01/05/16
· Algo hemos tenido que hacer mal, en esta vida o la anterior, para merecer otros dos meses de mítines tediosos, debates sin debate, insultos sin gracia y política vacía, todo presentado como una mala secuela en la que los personajes empiezan a hacerse insufriblemente repetitivos. Casi todo son certezas en este déjà vu electoral, incluida la garantía de que la nueva cita no convertirá a políticos incapaces de formar gobierno en estadistas dispuestos a sacrificar sus ambiciones personales por el país.
Toca aguantar pues con resignación más postureo, otra tanda de frases hechas y un nuevo baile de nombres para componer las listas electorales, que siempre viene bien para pagar favores pasados y premiar el seguidismo al líder. Pueden apostar la casa a una campaña con más reproches que propuestas. Pocas ideas. Y otro buen puñado de promesas electorales, lanzadas sin ninguna intención de que realmente se cumplan.
No, no vamos a salir del trabajo a las seis como nos prometen unos. Tampoco a darle un corte de mangas a Merkel como proponen los otros. Ni por supuesto avanzaremos en ese gran pacto por la educación que todos dicen buscar y que siempre puede esperar. Si no se logró durante tres décadas de bipartidismo, cuando sólo tenían que ponerse de acuerdo dos, ya me dirán ahora que se han sumado a la mesa los hijos de ese sistema educativo fallido, llegados a la política tras entrenar su capacidad de consenso en la tertulia televisiva.
Esta legislatura breve e inútil ha servido para confirmar lo que ya sospechábamos: que el proyecto de los de siempre está agotado y que el de los nuevos no es otra cosa que una versión de lo anterior, más el espectáculo. Pero si la política no ha cambiado, en parte es porque tampoco lo ha hecho un electorado que maldice a su clase política como si se la hubieran escogido en Finlandia. El 20-D iba a transformar el país, pero lo que ha hecho es reafirmarlo en sus defectos: tenemos más partidos y las mismas dos Españas de siempre, sólo que más fragmentadas.
Nuestros políticos nunca acordarán nada relevante mientras sigamos siendo el país donde, como escribió Carlos Alsina en nuestro dominical hace ya algún tiempo, las desaladoras sean de izquierdas y los trasvases de derechas, los molinos de viento de izquierdas y las centrales nucleares de derechas, el teatro experimental de izquierdas y los toros de derechas, los planes de pensiones de derechas y de izquierdas «montarle un pollo al director de tu banco como se le ocurra proponértelo». ¿Cómo van a acordar estos partidos un verdadero plan de educación, si para unos la religión es la asignatura del régimen y para los otros educar en la tolerancia un intento de adoctrinamiento marxista?
Si algo han hecho con eficacia los políticos en nuestro país es seguir cavando las trincheras, porque contra el otro se vive mejor. Si te tomas a tu partido político como si fuera tu equipo de fútbol, lo de menos es que gane de penalti injusto en el último minuto o que el presidente haya pagado una comisión para fichar a la gran estrella del momento. Lo insoportable es perder. El resultado es esta democracia low cost donde los votantes van a las urnas, como reconoce que hace Nicolás Redondo en una entrevista que publicamos hoy, «tapándose la nariz». Y si votas con la nariz tapada, ya sabes que el resultado no va a oler a jazmín.
Sólo en un país que se queja mucho de sus políticos y hace poco por cambiarlos podrían los partidos permitirse presentar a los mismos candidatos que nos han hecho perder el tiempo estos meses, dispuestos a vendernos las mismas propuestas. La opción que nos habría ahorrado unas nuevas elecciones pasaba, como pidió este diario poco después del 20-D, por la renuncia de Pedro Sánchez tras el batacazo electoral socialista y la decisión de Mariano Rajoy de dejar en manos de otro líder de su partido la búsqueda de esa gran coalición que exigía la situación, marchándose con el legado de haber sacado al país de una de las situaciones más difíciles de su historia reciente. En su lugar, se pide a los españoles que vuelvan a votar sobre lo mismo. El resultado, de eso podemos estar seguros, tampoco olerá a jazmín.
DAVID JIMÉNEZ – EL MUNDO – 01/05/16