ANTONIO RIVERA-EL CORREO

  • El vaciado del centro no es eliminar fuerzas ubicadas en la moderación, sino borrar del escenario la idea de consenso, alternancia o derechos universales

Decía una amiga que en esa ciudad castellana los de derechas eran directamente fascistas y los de izquierdas buscaban a sus abuelos por las cunetas. Era subdirectora del diario de esa localidad y los vascos estábamos en plena resaca del último arreón criminal de ETA, el de comienzos de este siglo. Con todo, yo le mostraba mi sorpresa por la radicalidad de los discursos que había escuchado en una simple conferencia de un historiador y en las respuestas del público. Esa polarización era la versión con palabras de lo que aquí se seguía dirimiendo a tiros. Pero, aun así, sorprendía.

Regresados nosotros al oasis vasco, andan en Madrid alterados con voces y balas. El ambiente está más que caldeado. La extrema derecha 2.0 -para no decir fascista, postfascista, neofascista o similar- ha desbordado los límites aceptables y es doctrina común en la parte progresista rasgarse las vestiduras, establecer cordones y proclamar de nuevo el ‘no pasarán’. Es claro que con un eslogan y cuatro imágenes fue capaz su partido de transmitir ese odio y ese desprecio que le mueven. Es claro también que eso buscaba. También que es inadmisible y reprobable sin miramiento alguno.

La política de contrarios, de enemigos -ahora se dice de adversarios-, que no de competidores, en reformulación moderna de las tesis de Carl Schmitt, aparece como innovación teórica de la politología o como indecente llamada a la violencia y al odio, depende desde qué lado miremos al otro. El Otro se ha constituido en eje singular de esta nueva política, que no busca ya el consenso, que lo toma por engañoso o criminal, sino que se aplica abierta y públicamente a la confrontación entre un Nosotros y un Ellos. Los nombres que puede tomar esta son diversos dependiendo del lado desde donde se formulen. Así, comunismo o libertad, democracia o fascismo, y otros de esa guisa.

El otro factor (o escenario) de esta novedosa pugna es la llamada guerra cultural, otra aportación alemana (de Bismarck y su ‘Kulturkampf’ de hace siglo y medio). Consiste en disputar por los valores establecidos en una sociedad. Al igual que la lucha de adversarios o enemigos, solo la identificamos así cuando se cuestionan los nuestros; lo contrario e inadvertido, lo normal, es que nuestros criterios progresen y campen en el panorama social. Así, la extrema derecha 2.0 cuestiona algo tan asentado e indiscutible para nosotros como la solidaridad, la tolerancia o la humanidad. Basta con formular ese hecho para no necesitar de seguir hablando: el enemigo no se merece bajar -no ir, bajar- a ese terreno de juego. No podemos retrotraernos.

Y, siendo así -no duden de que yo soy un creyente ciego de esos valores progresistas-, basta con situarse del otro lado del tuyo para ver un calco casi exacto de la percepción de incertidumbre, temor y miedo. Claro está que el contrario a mí no siente eso, sino que lo inventa para acosar mi seguridad. Él piensa lo mismo de lo que están haciendo los míos. La llamada ‘alt-right’ o derecha alternativa cuestiona el estatu quo de valores conquistado por el progresismo en los dos últimos siglos. Ahora son ellos los agitadores y disidentes, y nosotros los conservadores. Algo insoportable para nuestra ontología rebelde, nuestra alegre juventud.

Cabe, como respuesta, volver a los esquemas de ochenta o noventa años atrás: antifascismo contra fascismo. La política de extremos de los años treinta del siglo XX fue muy rentable para los extremos: los dos consiguieron vaciar el centro y acabar con casi todas las democracias. El fascista sabemos lo que quería, pero el antifascista no quería la democracia, al menos la liberal, sino la que llamaba popular, que, a ojos vista de los que pretendían un escenario de convivencia en la diversidad, no era sino otra versión contradictoria, pero con el mismo esquema mental. El objetivo en los dos casos era una sociedad homogénea, sin el Otro que fuera, soportada y protegida por poderes autoritarios, ajenos al propio devenir de la opinión pública. Era tanto lo que había que proteger del contrario que no cabían las sutilezas o consideraciones. ¿Les suena?

El vaciado del centro no es una operación de geometría política, sino de disputa por una hegemonía antagonista que, una vez conquistada, se atrinchera en un poder indiscutible. No consiste en eliminar fuerzas políticas ubicadas en la mitad, en la moderación o en el gradualismo, sino en borrar del escenario la idea de consenso, mínimos comunes, tolerancia, alternancia o derechos universales vistos sin reservas, sin lecturas de parte, unilaterales. La democracia liberal se ha demostrado mucho menos peor que cualquiera de sus alternativas para estas horas. Por eso, el fascismo y el antifascismo, siendo dos cosas harto diferentes, coinciden finalmente en su escaso amor por esta forma de organizarnos. Y eso es importante.