MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Es paradójico que su evaluación esté en manos de los que quieren saltarse la ley

Nuestra democracia tiene una paradoja: la evaluación de su calidad no corre a cargo de quienes la defienden, sino de quienes quieren reventarla. Se concede la función de evaluar la democracia a los antidemócratas o demócratas alternativos si sirviera el eufemismo. Se considera más democrática si facilita la acción a quienes arremeten contra la Constitución. Un ejemplo: «baja calidad democrática» sentencian quienes hacen trampas en un pseudoreferéndum.

¿Una democracia es avanzada en la medida que propicia su vulneración? ¿Una Constitución es más democrática si crea facilidades para eliminarla? Son descalificados los mecanismos que defienden la Constitución. Se tilda de antidemocrática la aplicación de la justicia contra el delito de sedición o si se quiere garantizar el orden público. Es antidemocrático, «venganza política», si se persigue a un terrorista, aunque haya sido particularmente sanguinario.

Aquí no cuenta la afirmación de Locke: «donde termina la ley empieza la tiranía». Algunos consideran legítimo saltarse la ley. Dicen que lo hacen en nombre del pueblo, lo que les daría un plus democrático. Te pones la bandera del pueblo y ya puedes hacer lo que quieras, sintiéndote por encima de las leyes, sin reparar en que la democracia tiene bien tasado cómo se expresa la voluntad popular. La evaluación de la democracia queda así a cargo de quienes quieren saltárselas, que siempre serán insaciables al respecto.

Lo extraño es que la democracia ha asumido tales criterios para autoevaluarse. Las contadas defensas de la democracia se construyen a la contra. No para hablar de la voluntad popular, el pluralismo, la tolerancia, etc., sino para justificar, como si pidiese perdón, que la Constitución no incluya el principio de autodeterminación o que resulte imperativo que se defienda a sí misma, por lo que no cabe admitir la sedición como un comportamiento normalizado. Ha de justificar, también a la contra, si sostiene que las leyes se aprueban para cumplirlas, no como una sugerencia o como una traba a saltarse. La argumentación democrática parece batirse en retirada cuando un sedicioso se presenta como la quintaesencia de la democracia, pues en su concepto representa la voluntad popular y por consiguiente está por encima de las leyes.

Sorprende que la defensa de la democracia sea tan precaria. Hay más: una parte del Gobierno, la de Podemos, parece compartir la idea de que nuestra Constitución es sustancialmente deficiente. Por si fuera poco, la otra parte del Gobierno, la del partido que durante más tiempo ha gobernado desde la Transición, parece lamentar insuficiencias democráticas de origen. Actúan como si esperasen a cambiar de régimen, ir a un nuevo sistema constitucional que no se base en consensos nacionales, sino en acuerdos «progresistas», como si fuese posible un régimen de izquierdas que resulta de la inspiración subliminal o explícita de lo que se presenta como republicanismo y del socialismo en su proceso de radicalización.

Será por ignorancia o por pérdida del sentido común, pero parecen ignorar que un régimen de izquierdas -lo mismo que uno de derechas- no puede existir en una democracia constitucional, que debe permitir las alternancias de poder sin necesidad de cambiar el marco jurídico.

La democracia constitucional ha asegurado el periodo más largo de convivencia, avances legislativos importantísimos en el sistema de derechos, logrado un régimen de libertades sin parangón en ningún otro momento de nuestra historia, similar al de los países más avanzados. Por eso no se entiende ese concepto vergonzante de nuestra democracia, como si fuese una impostura y, en cambio, tuviesen algún plus democratizador las veleidades independentistas que aspiran a la desigualdad, quieren imponerse saltándose la ley o menosprecian la voluntad de convivir, que exige cuando menos no lanzar una parte de la sociedad contra otra.

Por alguna razón, la democracia española tiende a achantarse contra planteamientos rupturistas que quieren romper la democracia. A veces parece darse por buena la patraña de que el régimen constitucional es una prolongación del franquismo.

En España constituye una suerte de costumbre histórica la autoflagelación, esa imagen de una especie de fatalidad que escarba en males históricos y que, en vez de buscar soluciones, prefiere enmiendas a la totalidad. No buscar mejoras para que nunca más se repitan los fallos de funcionamiento que se han apreciado durante la pandemia. Prefiere volver a condenar al franquismo y cambiar la Constitución.

La democracia española (con sus fallas, todas las tienen) ha sido la historia de un éxito que quizá está llegando a su final. No por presuntas deficiencias de origen, sino por el éxito de los populismos predemocráticos y la cesión argumental de los demócratas.