- Puede que, desde un ángulo geopolítico, el conflicto de nuestros días sea el de democracia frente a autoritarismo, una especie de nueva Guerra Fría entre sistemas políticos
Grande fue el alivio cuando conocimos los resultados de las elecciones brasileñas y las estadounidenses de medio mandato. Antes ya nos ocurrió lo mismo con las presidenciales francesas. Los de las suecas e italianas, por el contrario, nos sumieron en la melancolía. Oscilamos, pues, del desánimo a la alegría sin casi solución de continuidad. En algunos casos, además, caemos en el autoengaño. Muchas de esas victorias son pírricas y nada nos asegura que no sean reversibles. Lo que es importante destacar es que, en mi caso al menos, estos vaivenes en el estado de ánimo no responden a una mera preferencia ideológica, sino a la preocupación por el devenir de la democracia. Puede que, desde un ángulo geopolítico, el conflicto político de nuestros días sea el de democracia frente a autoritarismo, una especie de nueva Guerra Fría entre sistemas políticos. Desde la perspectiva interna sigue bien viva, sin embargo, la disputa entre democracia liberal y democracia populista.
La situación es, pues, la contraria de la que caracterizó su expansión a lo largo de los años noventa, cuando la caída del socialismo de Estado le dejó el camino libre para su gran ofensiva internacional. Ahora estamos en una fase de contracción de todo ese impulso, la democracia ha pasado a la defensiva. No solo por el ya conocido giro hacia el autoritarismo que manifiestan muchos Estados que hasta ahora se hallaban en plena fase democratizadora; también, y sobre todo, por el aparente agotamiento de la cultura política liberal en el interior de un buen número de democracias occidentales. El enemigo está dentro. Lo solemos despachar con el término genérico de populismo, el gran culpable, pero con eso solo conseguimos tirar balones fuera; lo que de verdad importa son las razones que conducen a que casi la mitad de los ciudadanos de algunos países opten por candidatos o partidos de ese signo.
Desentrañar estas razones se ha convertido en un verdadero sudoku para los politólogos. Aquí solo puedo apuntar una posible. Paradójicamente, ese mismo éxito que exhibió la democracia durante su fase ofensiva. Libre de enemigos, parecía como si su mera implantación formal ya bastara para que floreciera por doquier. Fue también una etapa que coincidió con la globalización; es decir, nuevas interdependencias y limitaciones de la soberanía, migraciones masivas y aumento exponencial de la desigualdad. Todo un reto que exigía una nueva gobernanza y la audacia de salirse de los habituales canales en la relación entre gobernantes y gobernados. Una reinvención. Pero no. En gran medida seguimos con las habituales inercias, una clase política pacata y una ciudadanía autosatisfecha que subordina el valor de los procedimientos democráticos a la satisfacción de sus preferencias. Después de todo, quizá sea mejor que se vea amenazada. Así al menos nos veremos obligados a reaccionar. De nosotros depende.