José María Ruíz Soroa-El Correo
El proyecto presentado por los socialistas va en la buena dirección, pero es todavía pacato aunque se disfrace de prudente
El caso de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán que declara nula la ley que penalizaba la asistencia al suicidio prestada mediante contraprestación económica es una buena ocasión para intentar precisar qué es lo que se admite y regula en el proyecto de ley presentado por el Partido Socialista en el Congreso y qué es lo que no se admite. Porque la propia propaganda del PSOE lo está confundiendo, por ejemplo al afirmar que con su proyecto de ley dejarían de ser delito conforme al Código Penal actuaciones como la de Ángel Hernández, que hace un año ayudó activamente a morir a su esposa, María José Carrasco, que padecía de una situación límite. Y no es así.
Una cosa es el derecho personal a la propia muerte, derecho que supone que cualquier persona puede libremente decidir poner fin a su vida por sus propias razones. Y que, para que ese derecho pueda ser efectivo, puede solicitar y recibir la ayuda externa necesaria, bien de un médico, de un familiar o de una empresa dedicada a ello.
Otra cosa es el derecho a la eutanasia que propone el PSOE. En este caso, el derecho consiste en uno a recibir la prestación pública médica de una muerte asistida, pero sólo en los casos concretos y tasados que la ley señala (ciertas situaciones objetivas de discapacidad o enfermedad) y con el sometimiento de la voluntad del sujeto que la reclama al control de una comisión de evaluación. Fuera de esos casos y fuera de ese cauce no existirá en el futuro derecho a poner fin a la propia vida y, por ello, si algún particular (familiar o no) ayuda a otro a morir por compasión esa ayuda seguirá estando castigada conforme al artículo 143 del Código Penal. El proyecto de ley es terminante al respecto (disposición final).
En este sentido, la propuesta de ley socialista modifica levemente ese artículo, pero lo hace sólo para exonerar de castigo a unas personas concretas: los médicos que actúen dentro de un proceso administrativo de eutanasia tal como el que regula la ley. Sólo ellos quedan exentos de pena por ayudar a morir a otra persona. Si la ayuda a morir se produce fuera del proceso regular allí establecido, o la prestan personas que no sean médicos, entonces se comete delito y la pena es incluso más grave que ahora porque desaparece la atenuante privilegiada de la compasión.
Para entendernos: si Ángel Hernández hiciera en un futuro bajo la nueva ley lo que hizo hace un año, sería castigado como reo del delito de ayuda al suicidio y con pena más grave que la actual. Naturalmente, se supone implícitamente que Ángel Hernández no tendría que haber ayudado a morir a su mujer si hubiera existido un cauce legal para obtener la eutanasia en un hospital. Es probable que así fuera, pero no es seguro para el 100% de los casos que pueden presentarse y que pueden crear zonas grises en las que una comisión de control no autorice la eutanasia por razones objetivas y sin embargo el enfermo quiera vehementemente morir. Mantener en estos casos la amenaza del Código Penal para quien ayude al suicida no parece muy respetuoso con la autonomía de la persona.
Porque, al final, la cuestión va de eso, va de libertad personal. El proyecto presentado por los socialistas va en la buena dirección, sin duda, y es un paso adelante en el proceso de admitir esa libertad incluso a la hora de disponer de la propia vida. Pero es todavía pacato, aunque se disfrace de prudente. Thomas Szasz escribía hace ya años que en buena medida «la enfermedad es en nuestras sociedades contemporáneas una categoría estratégica», por cuanto una vez que se califica un estado como «enfermedad» o un sujeto como «enfermo» queda legitimada la más amplia intervención sobre esa materia o en la vida de ese sujeto, con la finalidad declarada de su curación o alivio. Noble intervención, sin duda, pero no por ello menos intervención.
En este proyecto de ley se recae en ese tipo de uso de la enfermedad como categoría limitante de la libertad individual, pues no se permite disponer de la propia vida sino en situaciones de enfermedad y con control de los administradores expertos de ese estado. Se usa la de enfermedad como condición objetiva desde la cual conceder o denegar a una persona lo que ésta desea, y el juicio del profesional que administra esa categoría se sobrepone al de la persona incluso en el momento de decidir sobre el final de su vida. Vamos, que queda camino por andar.