Patxo Unzueta-El País
Hasta el cambio de siglo nunca el nacionalismo alcanzó el 50% del censo en ninguna provincia
El vasco es el único Estatuto de autonomía que no ha sido reformado. Ahora está en marcha en el Parlamento de Vitoria un nuevo intento, tras el fracaso planteado por Ibarretxe en los primeros años del siglo actual.
Con aquella experiencia en mente, los impulsores de la reforma se enfrentan al desafío de lograr para el texto en ciernes un respaldo tan amplio y transversal como el que apoyó el Estatuto de 1979 (el 53% del censo). Pero la condición para alcanzar ese consenso es que el proyecto resultante se mantenga en el marco autonómico, en el que se reconoce la mayoría de los vascos. Así lo constatan los resultados electorales y ratifican encuestas y sondeos. Según el último Sociómetro del Gobierno vasco, los partidarios de la independencia sin matices son en torno al 20% de la población, porcentaje muy similar al de los que se definen como “solo vascos”. Es evidente que con el apoyo de uno de cada cinco vascos no puede pretenderse un cambio tan drástico como el que supondría pasar del autogobierno autonomista al independentismo directo o indirecto (la separación o la autodeterminación).
Al menos hasta el cambio de siglo nunca alcanzó el nacionalismo en ninguna circunscripción electoral (provincias) el 50% del censo; y la relación entre nacionalistas y no nacionalistas en las elecciones celebradas entre las generales de 1993 y las autonómicas de 2001 era de 50,7% frente al 46,7; incluso entre los votantes del PNV, los partidarios de la independencia directa apenas superaban el 40% .
Lo que significa que hasta en momentos de máxima radicalización se ha venido manteniendo en el campo nacionalista un relativo equilibrio entre autonomistas y rupturistas. Como tantas veces se ha dicho, un voto independentista un poco por encima del 50% es tan insuficiente legitimación de la separación como lo sería un resultado un poco por debajo de ese porcentaje. Lo que cuenta es la división social en dos mitades de peso similar. Y como también se ha repetido, incluso por el presidente Pedro Sánchez, “no se trata de votar para dividir sino de acordar para votar”. Votar sobre el acuerdo alcanzado y no entre las posiciones enfrentadas.
Forzar los límites del autonomismo en ausencia de una mayoría cualificada que respalde el salto a la independencia es el objetivo de colectivos como Gure Esku Dago (Está en nuestra mano) que el domingo pasado movilizó a miles de ciudadanos en una cadena humana a la catalana que unió a las tres capitales vascas tras la consigna del derecho a decidir. Pero lo más llamativo de la jornada fue la participación en ella del PNV, que hasta ahora lo había evitado para no legitimar la iniciativa radical. Con derivaciones tan novedosas como la adhesión pública del Athletic, cuando durante décadas sus dirigentes se opusieron a cualquier pronunciamiento político del club, por ejemplo tras atentados terroristas, en aras de “evitar la división de su masa social, muy plural”.
El episodio ilustra los efectos divisores del soberanismo, que viene a ser la reclamación indirecta de la separación: el derecho a tirar el penalti. Que los impulsores reclamaran a los bares de Vitoria el 10% de la recaudación durante la movilización ha servido también para revelar el hilo que une al abertzalismo actual con el que hace 30 años coaccionaba a los taberneros del Casco Viejo de Bilbao con pretensiones similares.