Ignacio Varela-El Confidencial

Ha aparecido una legión de voluntariosos defensores del expresidente, pero creo que equivocan el tiro. Su obra política y la dimensión histórica de su figura se defienden por sí solas

De repente, a los aliados de Sánchez se les ha despertado un interés inusitado por investigar la supuesta relación de Felipe González con los GAL. Una cuestión que hace dos semanas no interesaba a nadie. Una cuestión que no tiene nada que ver con la pandemia, ni con la crisis económica, ni con el contenido de las declaraciones de González. ¿O sí?

Lo menos que puede decirse del debate que los socios de Sánchez agitan en los medios y suscitan en el Congreso es que resulta tan extemporáneo y excéntrico como casi todo lo que viene sucediendo en la lucha partidaria.

Sus señorías no han considerado necesario realizar un debate serio sobre las razones estructurales y coyunturales de nuestro fracaso epidemiológico; y la única voz solvente que se ha escuchado en el Parlamento sobre el alcance de la crisis económica fue la del gobernador del Banco de España. A cambio, nos hemos hartado de oírles bramar sobre ETA, el FRAP y ahora los GAL, sobre fascistas, bolivarianos e hijos de terroristas, sobre imaginarios golpes de Estado derrocatorios y ficticias dictaduras constitucionales. Sus señorías nos han devuelto a la España negra en el momento más negro de la España democrática.

Si algo tiene interés en este episodio es la obscena sucesión de los hechos. La intervención de González fue interesante, pero no especialmente novedosa respecto a sus planteamientos conocidos. El documento de la CIA es viejo y ya se hizo público en su día. Lo único noticioso de este asunto es la conexión directa e inmediata entre ambas cosas. Lo que hay que averiguar es de qué despacho salió la orden y cuál fue, de las palabras de González, la que motivó el envío de una advertencia disuasoria usando a los socios como mensajeros. Yo apuesto no por las del camarote de los Marx, sino por esta otra sobre el Partido Socialista: “Quienes tengan discrepancias, deben exponerlas”.

También ha aparecido una legión de voluntariosos defensores del expresidente (entre ellos, por cierto, ninguno de los miembros de aquel Gobierno: bravo, valientes). Pero creo que equivocan el tiro. La obra política de Felipe González y la dimensión histórica de su figura se defienden por sí solas. Para que su reconocimiento sea unánime solo falta el pequeño trámite de que el interesado expire, como Rubalcaba puede certificar.

No se trata tanto de reivindicar lo que González hizo ayer como de prestar atención a lo que dice hoy. Sus enfoques siguen siendo los más lúcidamente contemporáneos que se pueden escuchar a un político español en estos días. Ninguno como él interpreta cabalmente de qué va el siglo XXI, ninguno escudriña el futuro con tanta pasión, nadie explica mejor lo que nos está pasando y lo que nos espera. Nadie denuncia tan claramente “la deriva reaccionaria de la izquierda” (© Félix Ovejero).

Se pueden compartir en mayor o menor grado estas reflexiones del expresidente, pero es innegable su pertinencia en el momento actual

Felipe González en España, como Gordon Brown en el Reino Unido, está conectado a las mejores corrientes del pensamiento democrático progresista. Ambos son pura modernidad ideológica, lo que dice todo de sus rancios sucesores. Me importa el González del ’82, pero hoy me interesa mucho más el de 2020.

Quien se tome la molestia de leer lo que expuso en su intervención encontrará un puñado de reflexiones interesantes y rigurosamente actuales sobre las crisis de nuestro tiempo:

1. Una valoración realista de la dimensión histórica de esta pandemia, que “marca un antes y un después en la realidad del mundo” y nos instala, más que nunca, en la incertidumbre como única certeza con la que operar. Sostiene González que quienes crean que esto es un episodio grave pero pasajero, o traten de ignorar los efectos estructurales de la pandemia sobre el orden social —que van desde la vida cotidiana a los equilibrios geoestratégicos—, se equivocarán por completo.

2. Una llamada de atención a la socialdemocracia, que solo sobrevivirá si es capaz de abandonar la melancólica búsqueda de glorias pasadas y se proyecta seriamente sobre una realidad que ya no tiene nada que ver con la que ella contribuyó a cambiar. A la vez, una denuncia implacable de las “utopías regresivas” que se han apoderado de la izquierda oficial.

Sostiene González que quienes crean que esto es un episodio grave pero pasajero, o traten de ignorar los efectos estructurales, se equivocarán

3. Una descripción ajustada de la crisis económica a la que nos enfrentamos. Perder más del 10% del PIB —explica González— supone regresar a 2012. Pero entonces ya habíamos retrocedido hasta 2002, lo que implica un salto hacia atrás de 18 años. Siendo optimistas, nos llevará al menos la mitad de ese tiempo recuperar el pulso económico y social. Ello tendrá que vincularse a un nuevo proyecto de país, solo viable si es socialmente compartido y políticamente concertado. Renunciar al acuerdo como método de trabajo equivale a resignarse a la impotencia: “el pacto es la consecuencia necesaria de la incertidumbre”.

4. Una explicación, libre de mistificaciones, de la reacción de la Unión Europea ante esta crisis múltiple. González pide la rehabilitación de conceptos como “reformas” y “condicionalidad”, contaminados desde la crisis anterior. Que Europa dé el paso de endeudarse en cantidades colosales y vincule ese esfuerzo a objetivos comunes de política económica que todos sus miembros tendrán que cumplir —y responder por ello ante los demás socios— puede ser la salvación no sólo de las economías nacionales, sino del propio proyecto europeo.

5. Una reflexión de fondo sobre el problema territorial de España. Tenemos un problema de articulación del Estado nacional que solo tiene solución a través de la fórmula “descentralización sin centrifugación”. El modelo actual, desprovisto de los mecanismos de lealtad institucional que suministran los Estados federales y sometido a la tensión de los nacionalismos insurgentes, deviene inevitablemente centrifugador —y, por ello, ineficiente—. La involución recentralizadora que algunos impulsan solo agravaría el problema y, además, es impracticable sin recurrir a la fuerza. Y una advertencia: la cohesión imprescindible no es entre los territorios, sino entre los ciudadanos.

6. Una honda preocupación por la vigencia del Estado de derecho. Para él, como para muchos pensadores actuales, dar por garantizada la democracia es el primer paso para perderla. La ofensiva nacionalpopulista contra los fundamentos del sistema se hace más peligrosa al comprobar que, como sucede en España, las fuerzas extremistas, siendo minoritarias, contaminan el sistema entero y condicionan a las fuerzas centrales —mayoritarias— mucho más que a la inversa.

Se pueden compartir en mayor o menor grado estas reflexiones del expresidente, pero es innegable su pertinencia en el momento actual. No he escuchado en quienes derriban su estatua durante estos días —o en sus instigadores— un solo argumento para refutarlas. De hecho, creo que ni siquiera las han escuchado. Que hayan tenido que recurrir al espectro de los GAL es tan solo una prueba más de su indigencia intelectual. De la parte moral, para qué hablar.