Los manifestantes de hoy en Bilbao mostrarán más la satisfacción por una habilitación de facto que la inquietud por conseguir la legalización antes del 22 de mayo. La legalización es un triunfo que se da por descontado. Mientras que la derrota acabará disimulada entre los pliegues de la política real. El final sería patético si no resultara tan cruel: tantos asesinatos para esto.
La izquierda abertzale es el único producto que no se resiente en sus ventas por cambiar de marca. Lo ha hecho constantemente, incluso con anterioridad a la serie de ilegalizaciones que comenzó en 2003. Cada una de sus organizaciones y plataformas satélites cambió de envoltorio y nombre alguna vez, con excepción del sindicato LAB. Las Gestoras pasaron a ser Askatasuna, o Jarrai se volvió Segi. Cambiar la denominación para que lo demás permaneciera igual. Durante años, la refundación nominal ha sido una necesidad tan vital como el éxodo constante hacia la tierra prometida. Aunque también un jactancioso capricho con el que la izquierda abertzale acostumbraba a alardear de su poderío mudando la piel.
La izquierda abertzale es un producto perfecto, que se ha mostrado imperecedero. Desde su nacimiento solo había adorado a su tótem fundacional con siglas inalterables, Euskadi Ta Askatasuna. Pero al deshacerse de éste con la cautela de no decirlo muy alto, la izquierda abertzale continúa desapegada respecto a los nombres que adopta porque se ha encargado de labrar una identidad inconfundible; un reducto sin apenas fugas y con un enorme poder de atracción. Euskadi se ha llenado de carteles con el lema ‘Bakerantz legalizazioa’ que encabezará la manifestación de hoy en Bilbao. Pero ni siquiera el comunicado de su convocatoria hacía mención alguna a Sortu. La nueva marca aparece como un recurso accesorio a pesar del empeño jurídico que reflejan sus estatutos. Sus verdaderos promotores persiguen la legalización para el producto ‘izquierda abertzale’, y no para un nombre propio de ocasión. Mejor no encariñarse con la marca. Aunque tampoco sería extraño que, en el caso de que Sortu fuese registrada definitivamente, su primer congreso decidiera cambiar de nombre a la organización.
Pero el desapego hacia el nuevo logo refleja también la incomodidad genética que la izquierda abertzale siente ante la perspectiva de encerrarse en un partido al uso, domiciliando la cuota de los afiliados, permitiendo que cualquiera invoque no sé qué artículo de los estatutos, o asignando tareas evaluables a un ‘directorio’ encabezado por quien ocupe la secretaría general. Se trata de una resistencia primaria e instintiva a verse de pronto reducida de movimiento a partido. De manera que la aparente serenidad con la que los promotores de Sortu contemplan su eventual ilegalización no solo trataría de desdramatizar tal supuesto. Como la identidad de marca no es un problema para las gentes de la izquierda abertzale, la evolución podría resultarles incluso más natural a través de un enredo distinto al de una sigla propia y legal, apadrinando una coalición o reverdeciendo agrupaciones de electores que se aprovechen de esa segunda derivada permisiva que comportaría, probablemente, cualquier sentencia de ilegalización de Sortu.
Sea cual sea el camino que le devuelva a la legalidad, la izquierda abertzale actúa ya con la conciencia de que ha sido democráticamente habilitada. No solo porque las declaraciones coincidentes de Rubalcaba y Ares sobre la irreversibilidad del ‘proceso’ le permiten sentirse así. Sobre todo porque percibe cómo la distensión en sus propias filas sintoniza con la paulatina asunción social de algo entre deseado e inevitable. Y es en este punto donde se ve obligado a retratarse sin que por ahora sepamos en qué dosis combinará la vivencia de un fracaso histórico que le ha obligado a desarmarse con la de una exitosa salida final certificada por su vuelta a las instituciones.
La izquierda abertzale ya no podía convertir una derrota irremisible en una victoria refulgente, como lo hizo en 1998 en torno a la tregua de ETA y la Declaración de Lizarra. Pero quienes hoy se manifiesten por las calles de Bilbao mostrarán más la satisfacción por una habilitación de facto que la inquietud reivindicativa por conseguir la legalización de la izquierda abertzale antes del 22 de mayo. Actuarán como si disfrutaran sintiéndose partícipes de una liza ganada de antemano.
Las sensaciones de derrota y los sentimientos de triunfo se perciben simultáneamente en la izquierda abertzale, aunque la naturaleza humana realce los segundos sobre los primeros. No es algo que ocurra en el ocaso de lo que Rufi Etxeberria ha definido como «el ciclo de la lucha armada». Siempre había formado parte de la épica terrorista y de la mezcla de ansiedad y sectarismo que ha compartido el núcleo más activo de la izquierda abertzale, puesto que la victoria consistía sencillamente en eludir la derrota. La legalización es un triunfo que se da por descontado, la alcance como y cuando la alcance la izquierda abertzale. Mientras que la derrota acabará disimulada entre los pliegues de la política real.
La energía disponible no da para todo, especialmente desde el momento en que se acepta el campo de juego de la parsimoniosa democracia sin más poder que el de los votos. El final sería realmente patético si no resultara tan cruel: tantos asesinatos para esto. Es la crueldad a la que aboca la misma democracia que pondrá a la izquierda abertzale en su sitio. La democracia, que purga los delitos de los derrotados pero no las culpas de los triunfantes.
Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 19/2/2011