Desbordamiento

Ignacio Camacho-ABC

  • Ya no hay margen para otra ronda de privilegios sin rebasar la Constitución y entrar en un confederalismo de hecho

La primera vez que se intentó una España ‘multinivel’ fue cuando Adolfo Suárez pactó el retorno de Tarradellas, antes incluso de que la Constitución hablase de nacionalidades y regiones. El diseño inicial era el de favorecer a Cataluña y País Vasco y colocar a los demás territorios, en el mejor de los casos, en el grupo marginal que Di Stéfano llamaba despectivamente, refiriéndose a los futbolistas suplentes, «el carro del pescado». Aquello acabó en la rebelión del referéndum andaluz y en el café para todos de Clavero, es decir, en una solución igualitaria que sólo diferenciaba unas autonomías de otras en la velocidad del proceso de configuración, pero no en los techos competenciales. La segunda ocasión llegó con Zapatero y su desparrame estatutario provocado por el capricho de Maragall, al que en un principio llegó a oponerse el mismísimo Pujol. El efecto fue el mismo que el de la etapa posconstituyente: una segunda generación de estatutos a la carta en la que Andalucía llegó a nacionalizar el flamenco y Valencia a la cláusula Camps, que en teoría le concede todo lo que el Estado otorgue a Cataluña si así decide reclamarlo. Todo eso, y bastantes disparates más, está vigente ahora mismo, cuando Sánchez se dispone a reabrir la brecha de privilegios que la Transición logró cerrar con resultados aceptables a la hora de impedir que el reparto de los fondos europeos de cohesión provocase una España de dos velocidades.

Sucede que esta vez -por cierto en vísperas de otra gran derrama de la UE y su consiguiente rebatiña- no es posible una nueva vuelta de tuerca sin rebasar los límites de la Carta Magna para aventurarse en problemáticos extrarradios semiconfederales. Y el sanchismo lo pretende hacer improvisando según el método encubierto que el profesor Francesc de Carreras llama «desbordamiento». Una secuencia de decisiones de Gobierno que orillan en la práctica las reglas del Estado de Derecho, desprecian el equilibrio institucional y saltan sobre sus mecanismos de control y contrapeso. Como es evidente que el trato de favor al independentismo catalán provocará una oleada de agravios, el Ejecutivo no tendrá más remedio que compensarlos a base de regalías clientelares y otra ronda de fueros arbitrarios. Sólo que ya no hay margen en el ordenamiento y tendrá que forzarlo por vía de facto. Porque para el presidente no se trata de una cuestión de dinero ni de competencias sino de supervivencia política: su única posibilidad de renovar el mandato pasa por consolidar un bloque con la extrema izquierda y los partidos separatistas, a cuyos líderes sacó de la cárcel hace cuarenta días. Y ésa es la clave: que un gobernante capaz de pasarse por el forro el criterio de los tribunales ha decidido que su estabilidad, por precaria que sea, bien vale aceptar un chantaje. Aunque todos, él el primero, saben que se trata de una extorsión interminable.