IGNACIO ÁLVAREZ-OSSORIO, EL CORREO – 24/09/14
· Una vez más, EE UU opta por una receta ya conocida que le ha reportado escasos réditos: la colaboración con las petromonarquías del Golfo.
EE UU está de nuevo en guerra. Así lo advirtió Barack Obama en el décimo tercer aniversario de los atentados del 11-S. Una vez más, el objetivo a derrotar es el movimiento yihadista internacional encarnado ahora por el Estado Islámico (EI), que ha desplazado a Al Qaeda como enemigo número uno de Washington. Para ello el presidente estadounidense ha prometido una campaña prolongada que combine los ataques aéreos, la coordinación con los aliados locales, las actividades de inteligencia y la asistencia humanitaria. Al contrario que en 2003, cuando la belicista Administración de Bush invadió apresuradamente Irak sin calibrar de manera acertada las implicaciones que tendría su acción, en esta ocasión la titubeante Administración de Obama va a la guerra con desgana, forzada por una opinión pública airada por la decapitación de dos periodistas estadounidenses.
El hecho de que no sea la primera vez que EE UU interviene en Irak evidencia que su aproximación hacia el problema no ha sido excesivamente acertada. La larga ristra de errores cometidos desde 1991 acrecienta la cautela de Obama, que es consciente que tiene poco que ganar y mucho que perder en esta nueva aventura bélica. Quizás por esa razón ha apostado desde un primer momento por el establecimiento de una amplia coalición que le guarde las espaldas. Un total de 30 países, incluida España, se han comprometido en la Cumbre de París a contribuir en la ofensiva para destruir al EI, que de la noche a la mañana ha dejado de ser una amenaza local para convertirse en una amenaza global.
Parece evidente que la Administración de Obama evita el unilateralismo del pasado. No obstante no es fácil que todos los países se impliquen con la misma intensidad. Arabia Saudí, Bahréin, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Líbano, Jordania, Kuwait, Omán, Qatar y Turquía, los tradicionales aliados de EE UU en Oriente Medio, han ofrecido su colaboración, aunque no han firmado un cheque en blanco, ya que ninguno parece dispuesto a comprometer tropas terrestres.
Una vez más, EEUU opta por una receta ya conocida que le ha reportado escasos réditos: la colaboración con las petromonarquías del Golfo, en no poca medida responsables, por acción u omisión, del caos que azota Oriente Medio, ya que han armado a los grupos salafistas y yihadistas que combaten en Siria e Irak con el pretexto de frenar a Irán y limitar su creciente influencia en la región. En definitiva: un frente sunní para descabezar a un grupo que empieza a ser visto como una potencial amenaza. Una coalición de la que, de manera inexplicable, queda fuera Irán, uno de los actores más influyentes en la escena medioriental y, también, el principal soporte de los gobiernos sirio e iraquí.
Otro de sus puntos débiles de esta estrategia es el énfasis puesto en los ataques aéreos, ya que cuesta creer que una amenaza como la que representa el EI, que controla seis provincias sirias e iraquíes y gobierna sobre ocho millones de personas, pueda ser eliminada sin desplegar tropas terrestres. Por ello, EE UU necesita imperiosamente implicar tanto al Gobierno iraquí como a los rebeldes sirios. En Irak cuenta con la ayuda de los peshmergas kurdos y confía en ganarse al nuevo primer ministro Haidar Abadi, aunque es difícil que el ejército iraquí pueda plantar cara a los yihadistas mientras siga primando el sectarismo sobre el interés nacional. También se prevé entrenar en territorio saudí a 5.000 combatientes del Ejército Sirio Libre, aunque no está nada claro que dicho grupo se preste a hacer el trabajo sucio de EE UU sin recibir ninguna compensación a cambio. En todo caso, estas fuerzas parecen del todo insuficientes para enfrentarse a los 30.000 efectivos con los que cuenta, según recientes informes de la CIA, el EI.
Si quiere tener éxito, la coalición anti-EI debería distinguir claramente entre sus objetivos a corto y largo plazo. En una primera fase se debería frenar el avance del EI y evitar que siga aterrorizando a la población local que, no lo olvidemos, sigue siendo la principal víctima de los yihadistas. Probablemente sea una cuestión de tiempo que los propios naturales de Raqqa o Mosul muestren su descontento contra el sectarismo y la barbarie de sus nuevos gobernantes. El problema es que los ataques aéreos pueden ser contraproducentes, ya que no nos hallamos ante un ejército regular sino a combatientes que llevan a cabo una guerra de guerrillas. En Afganistán, Yemen y Somalia, EE UU ha demostrado que no existen ataques cien por cien quirúrgicos y que los bombardeos desde aviones no tripulados tienen una alta probabilidad de provocar víctimas entre la población civil, lo que podría predisponerla en contra de la coalición.
En una segunda fase se hace necesario pacificar Siria e Irak, lo que requiere combatir a los grupos yihadistas pero también plantar cara a sus regímenes sectarios que han manipulado las diferencias confesionales de sus poblaciones para perpetuarse en el poder siguiendo la máxima del ‘divide y gobierna’. Para evitar que ambos países se conviertan en Estados fallidos es imperioso evitar su descomposición antes de que sea demasiado tarde, lo que requiere no sólo la cooperación entre EE UU y Rusia, sino también la presión sobre Irán y Arabia Saudí, las dos grandes potencias regionales, para que entierren de una vez por todas el hacha de guerra y dejen de envenenar la región con la guerra sectaria que libran entre bastidores a través de actores interpuestos.
IGNACIO ÁLVAREZ-OSSORIO, EL CORREO – 24/09/14