FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Mejor le iría a cierta izquierda si de una vez por todas asociara sus tomas de partido a algo diferente de la pesada losa del periclitado modelo soviético y sus epígonos

Se habrán fijado que hace mucho tiempo ya que no se discute sobre ideas. Hay mucha, demasiada, moralina en la discusión política, descalificaciones ad hominem, y, sobre todo, un exceso de identitarismo ―uno se adscribe a esto o aquello porque “siente” que representa al grupo al que cree pertenecer―. Se está a favor o en contra de algo de forma casi automática, más porque se presenta como de izquierdas o de derechas que porque en realidad convenza. Es lo que eligen los míos, luego será lo que debo defender. La mareante aceleración mediática hace el resto: cuando comenzábamos a pensar en serio sobre la cuestión introducida en la agenda de la discusión pública van y nos cambian de tema, con lo cual se reafirma nuestra mecánica inclinación inicial.

Esto viene a cuento de la reciente cuasiunidad de los grupos a la izquierda del PSOE ante las elecciones andaluzas (recuerden que Podemos llegó con los papeles fuera de plazo). Lo importante era presentarse como tal, no hacer público un discurso común más o menos elaborado. Además, las negociaciones tampoco fueron aquí sobre “ideas”; iban más bien sobre cómo repartirse el pastel de los potenciales despojos del poder. No se lo reprocho, la atención estaba puesta en ver si eran capaces de llegar a la unidad, no en cuestiones ideológicas. Y así con todo.

Sigo siendo de esos románticos que piensan que las ideas deberían jugar un papel central en la discusión pública o en las estrategias de colaboración entre partidos, pero me voy resignando a contemplarlo cada vez más como algo del pasado. Importan más los juegos del poder o el conseguir afianzar los prejuicios, o lo que más pueda impactar en los medios. Y como aquella dimensión está cada vez más subordinada a estas otras estrategias, el criterio ideológico diferencial se traza con brocha gorda. O se nos escapan incongruencias manifiestas. Un buen ejemplo de esto último puede ser la actitud de UP ante la guerra de Putin. Estando el otro día en la Facultad de Políticas de la Complutense, el gran templo expresivo de Podemos, una colega me hizo observar cómo entre la allí siempre tremenda proliferación de carteles no había ninguno sobre la guerra de Ucrania. Los que aparecieron al principio iban de “ni guerra ni OTAN”, eso que hemos oído a algunas de sus ministras, pero ahora ya ni eso. Silencio. No les digo lo que hubiera ocurrido si el agresor hubiera sido algún país distinto de Rusia: empapelamiento masivo y manifestaciones cotidianas.

Puede que entre tanta confusión contemporánea yo haya perdido ya ciertas coordenadas básicas, pero siempre he tenido para mí que si hay una causa de izquierdas es la lucha contra la injusticia, la dictadura y la cleptocracia, el respeto estricto del Estado de derecho y cuestiones similares; el negativo exacto del régimen de Putin. O que los crímenes de guerra y las violaciones ―¿para cuándo una manifestación feminista en contra de las que se producen en Ucrania?― están entre las mayores abominaciones de las que son capaces los seres humanos. Aquí también, ¡silencio!, casi como si hubiera una consigna.

Se lo decía al principio, las tomas de partido ya no se ajustan a discursos más o menos coherentes, son identitarias, y mejor le iría a cierta izquierda si de una vez por todas asociaran las suyas a algo diferente de la pesada losa del periclitado modelo soviético y sus epígonos. Pero para eso hay que tomarse las ideas en serio, claro, e innovar más allá de los cómodos tics populistas.