Tras leer el relato del viaje iniciático del sargento Steve Betts a través del vagón reventado por el odio islamista en el túnel de King’s Cross, la próxima vez que escuche la letanía del pueblo en marcha y de la luz al final del túnel, voy a ponerme desagradable.
Hace una treintena de años el escultor Oteiza escribió entre nosotros un ensayo titulado Ejercicios espirituales en un túnel. Una metáfora acerca del largo caminar en la oscuridad a la búsqueda del arca, o lo que fuera, perdida en el neolítico por los auténticos vascos. Luego esas palabras -neolítico, túnel, pueblo en marcha- fueron expropiadas por el discurso político dominante. Y, en los últimos años, Ibarretxe nos ha golpeado con las metáforas viarias en las meninges hasta la extenuación.
El pasado fin de semana hemos sabido de la vida humana en un túnel tremendamente real por la crónica del sargento Steve Betts, miembro de la Policía Británica de Transportes. Se trata del relato de su recorrido personal a través del vagón reventado por el odio islamista en el subsuelo londinense de King’s Cross.
Este esforzado funcionario ha dotado de un nuevo sentido a la metáfora oteiziana del túnel espiritual. El túnel suburbano herido, como lo fueron anteayer las abatidas Torres Gemelas, los hoteles en llamas o los raíles de Atocha, retorcidos por el inabarcable dolor de las víctimas, merecen el rango de signo fundante de la democracia en el siglo XXI. Un signo que emparenta a las víctimas atrapadas en el túnel suburbano con aquellos europeos que aguantaron estoicamente los bombardeos aéreos del nazismo.
La descripción del sargento destila una determinación de dar testimonio de vida, de no resignarse a testar la muerte. Por eso, me ha recordado al otro diario hecho símbolo, el de Anna Franck.
Este hombre accede a pie a la zona del túnel que los asesinos han convertido literalmente en el infierno de Dante. Describe cómo se abre paso a oscuras, entre los despojos de quienes, hasta unas horas antes, habían sido humanos y ahora yacen bajo la implacable mirada de las ratas apenas recuperadas del estruendo.
Se cruza con personas heridas que salen al encuentro de su linterna. Oye voces que piden socorro y él mismo les llama a gritos, pero nadie le responde. Luego, sólo el silencio, que le impele a apurar las posibilidades de auxilio.
Dice que, mientras permaneció allí dentro, tuvo una sensación de soledad como jamás pensó que fuera posible sentirla.
Le hubiera bastado una dosis adecuada de desistimiento para aceptar como realidad lo que los terroristas desean que leamos en sus mortíferas mochilas: «Perded toda esperanza». Pero no fue así. Steve bajó al corazón de las tinieblas movido por la misma voluntad de vida que empujó escaleras arriba a los bomberos de Nueva York y a los sanitarios madrileños a través de los vagones calcinados. Una irresistible expresión de democracia militante hecha leyenda urbana.
Tras leer el relato de este viaje iniciático del sargento Steve Betts, la próxima vez que escuche la letanía del pueblo en marcha y de la luz al final del túnel, voy a ponerme desagradable, me temo.
Ainhoa Peñaflorida, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 13/7/2005