FRANCISCO ROSELL-EL MJUNDO

Una de las escenas más hilarantes de El jovencito Frankenstein parodia la repetición electoral del segundo domingo de este Mes de Difuntos. Se trata del momento en el que Igor y Frederick Frankenstein proceden a desenterrar al monstruo. «¡Qué trabajo más asqueroso!», se lamenta el profesor llegado de EEUU a Transilvania para hacerse cargo de la herencia de su abuelo y reemprender el experimento de aquel de revivir a un criminal. «Podría ser peor», arguye el jorobado Igor. «¿Cómo?», refuta el doctor. «Podría llover», responde el asistente y, sin casi finiquitar la frase, un relámpago ilumina el cementerio y se desata una tormenta que no parece tener fin.

Después de perder el plebiscito que planteó sobre la falsa disyuntiva de «o yo o el caos», cosechando la pérdida de tres escaños y la mengua de 750.000 sufragios, Pedro Sánchez ha vuelto a personificar el caos. Lo es en consonancia con su falta de escrúpulos, que le hace ser un factor de desestabilización desde que asumió la Secretaría General del PSOE en unas primarias que han suplantado el liderazgo democrático por prácticas caudillistas sin control ni contrapeso.

Fue sonrojante constatar cómo Sánchez se felicitaba de su descalabro. A su modo, encarna al personaje de la portada de la revista satírica Hermano Lobo en la que Ramón dibuja a un demagogo trasladando al gentío ese mismo dilema y se topa con su eco contestatario: «El caos, el caos». Oído lo cual, el tribuno zanja: «Es igual, también somos nosotros». Ha sido su reacción tras salir malparado de una cita que auspició para pillar a contrapié a sus rivales y pertrechado de los atributos de poder hasta el abuso de ser expedientado por la Junta Electoral.

Así, un presidente zombi, tras polarizar la campaña y enfrentar a la ciudadanía exhumando un pretérito imperfecto ya superado, cae de hoz y coz con la agrupación (Podemos) de la que renegó en las vísperas porque no podría dormir con ellos a su lado, al igual que el 95% de los españoles.

Como otros presidentes autonómicos socialistas, ahora se dispone a sentar en el Consejo de Ministros a los hunos que comanda un Atila Iglesias con galones de vicepresidente. Todo está, empero, en los libros: «El príncipe no debe cumplir su palabra cuando ese cumplimiento se le vuelva en contra» de sus ansias de poder (habría que apostillar a la cita de Maquiavelo).

Ese abrazo de la vergüenza entrambos obedece a una operación relámpago para transformar sus respectivos fiascos en un éxito común. Al tiempo, como guinda del pastel, se han cobrado la cabeza de un dimitido Rivera que se pasó la campaña denunciando lo que ha sucedido: el 10-N sería el colofón del pacto Frankenstein que metió a Sánchez por la gatera de La Moncloa con sólo 85 escaños. No obstante, los votantes no le creyeron. Cuajó la manipulación socialista de hacerlo causante de un bloqueo que no era tal, cómo se ha visto, sino la pretensión de Sánchez de que se abstuviera y le dejara manos libres para retomar el pacto con Torra en Pedralbes. Hubo de suspenderlo a raíz de la manifestación que PP y Cs alentaron en la madrileña Plaza de Colón, a la que se sumó Vox.

Lo cierto es que, frente a un Sánchez que fingió centrar su discurso hasta prometer que repondrá en vano la penalización de consultas ilegales que suprimió el PSOE y que vetó a Iglesias, las expectativas del líder de Cs se arruinaron con sus inexplicables giros de posición que se tradujeron en la confusión que transmitió en el debate a cinco tras su impresionante marca en la cita de abril y ser primeros en los comicios catalanes.

Rivera se ha debido sentir como Santiago, el pescador cubano del relato hemingwayano de El viejo y el mar. Después de librar una lucha a muerte con un colosal pez espada que le traía sin sueño, percibe impotente como los tiburones dan buena cuenta de la captura mientras arrastra su presa a puerto con su barca. Teniendo en cuenta su juventud cabe aplicarle lo que se dijo de James Dean a su muerte en accidente tráfico: en política, ha vivido rápido, muerto joven y dejado un bonito cadáver.

Como catalán al mando de un partido capaz de construir un proyecto integrador para toda España desde la periferia, Rivera podía haber sido, sin sus precipitaciones y aceleramientos, el político proverbial que fue el quebequés Pierre Trudeau, padre del actual presidente, al preservar un Canadá unido. Frente a agresiones y descalificaciones, así como actos terroristas, Trudeau ganó el pulso al separatismo de una región rica que se empobreció a medida que se empecinó en una consulta secesionista.

Después de convocar unas elecciones innecesarias, cuando disponía de mimbres a derecha e izquierdas para forjar un Gobierno estable, Sánchez claudicó –o quiso ir de listo, tal vez– a los cantos de sirena de quienes le regalaban el oído con que, en la peor de las hipótesis, obtendría los 14 escaños de más que sumó Rajoy en una operación de esa traza y que le aupó de los 123 asientos de 2015 a los 137 de 2016. A la postre, supuso el canto del cisne de un desnortado presidente en la antesala de la jugarreta que le montó Sánchez usando como fulcro una transgresora sentencia alentada por el parcial juez Prada.

Antes de que se alzaran voces contra él y se pidiera la cabeza de su Rasputín, su jefe de gabinete, Iván Redondo, ambos cerraron en horas un apaño en el que lo único que se avino fue la rebatiña de cargos. Todo ello envuelto en un ridículo prospecto con virtuosos propósitos como los de los envoltorios de esos populares caramelos que semejan ladrillos de azúcar. Si Sánchez reprochaba a Iglesias que sólo pensara en cargos, recordando el episodio de enero de 2016, en el que éste –con el aspirante a la investidura despachando con el monarca– reivindicó un Gobierno de coalición con él de vicepresidente, ahora lo cerraba con el recuento sin oficializar y con Felipe VI mandado a Cuba.

De esta guisa, sin respetar al monarca ni a los órganos de dirección de sus formaciones, al igual que ya hizo Sánchez en su moción de censura, dos enemigos íntimos, unidos con el pegamento del poder, blindaban la conformación de un Gabinete Sáncheztein frente a presiones internas del PSOE, en el que solo levanta la voz su agrupación de jubilados, poniendo el resto su nómina a salvo. Todo ello pese a entrañar una ruptura con la política socialista desde la restauración democrática, así como un cambio en toda regla que pone en jaque la integridad territorial de España.

Al cabo de año y medio, deambulando como el Guadiana, la moción Frankenstein se sustancia en este Gobierno del doctor Sánchezstein que puede devolver a España allí donde ya estuvo y de donde escapó como el que huye de las llamas del infierno. Para su configuración, se transita por la vía Navarra que se ensayó en la fallida negociación del que debía ser el primer Presupuesto mancomunado de PSOE y Podemos, con la abstención de ERC. Primero se pacta con Podemos y, luego, se deja que éstos amarren la abstención con ERC, como hizo Iglesias visitando a Junqueras en prisión para desatascar aquel proyecto de cuentas. De igual manera, la franquicia foral del PNV (Geroa Bai) obró con el brazo político de ETA en Navarra para que la socialista Chivite negara pacto alguno con aquellos a los que luego el PSN donó una Alcaldía y otras bicocas como la mancomunidad de municipios.

En este invierno de nuestro descontento, el doble fracaso de Sánchez e Iglesias alumbra un cambio de régimen, al igual que la derrota electoral de las candidaturas republicanas –salvo en Madrid– en las elecciones municipales del 14 de abril de 1931, desató la caída de la Monarquía. De momento, ya se han acoplado los ministros socialistas en funciones a los postulados podemitas en Exteriores (hablando de golpe militar en Bolivia el día que la OEA certificaba el autogolpe de Evo Morales mediante un pucherazo) y en Educación (con el alineamiento de la corazonista Celaá), amén de esos entregados Jueces para la Democracia saludando el Gobierno socialcomunista con claro olvido de la separación de poderes.

El doctor Sánchez, ¿supongo? no ha querido desaprovechar más la sonrisa del destino de un Iglesias a quien anima un «espíritu constituyente» que demolería la obra de la Transición que el PSOE contribuyó a edificar. Para ese proceso constituyente que alientan Podemos e independentistas bastan leyes habilitadoras como aquellas de las que se sirvió Hitler para derruir la República de Weimar o, más recientemente, el chavismo en Venezuela.

A este respecto, Podemos nunca ha ocultado que busca bolivarizar Europa. Iglesias lo admitió sin ambages en la revista londinense The New Left Review, así como que no conviene revelar lo que se piensa hasta que no se conquista el poder institucional. Una vez adueñado, ese Gobierno no tendría por qué perseguir el interés general, ni siquiera aparentarlo. Es lo que llama «cabalgar contradicciones» quien no deja de considerarse comunista, si bien entiende que, como «la palabra democracia mola», hay que «disputársela al enemigo».

En esta encrucijada, no se entiende que el primer partido de la oposición, el PP, quede a merced de los acontecimientos, en vez de contribuir a evitar aquello que ni siquiera un ciego puede soslayar ver. Casado no puede aguardar, al rajoyano modo, a que fracase el abrazo de la vergüenza de PSOE-Podemos.

La cuestión no es tanto si se estrella la coalición del insomnio, sino si consolidará un cambio de régimen que haga imposible cualquier alternancia, como en la II República. Conviene no olvidar esa historia a la que apeló el jueves Felipe González, al ver en el poder a aquellos que él combate en Venezuela, pero que ampara su sucesor Zapatero, como expresión de la doble alma socialista que, enfrentada entre sí, coadyuvó a la Guerra Civil.

El líder del PP debe de imposibilitarlo mediante el ofrecimiento de un Gobierno de concentración constitucionalista con ministros de las dos formaciones y un programa de reconstrucción nacional en lo político y en lo económico. Una abstención sólo serviría para anularlo como oposición, mientras Sánchez se entrega a ERC, como Patxi López cuando el PP le hizo lehendakari y luego se dio al PNV.

En la primavera de 1931, las fuerzas moderadas de derecha y centro no se percataron de la revolución en marcha como tampoco los herederos de aquellos entienden la magnitud del proceso en marcha. Más pendientes de ajustarse el nudo de la corbata para salir bien parecidos en televisión que en afrontar un órdago que, principiando este siglo XXI, evoca el arranque trágico de la centuria precedente con los mismos agentes provocadores que convirtieron en un valle de lágrimas los felices años veinte. Como en El jovencito Frankenstein, todo puede empeorar cuando alguien se empecina en desenterrar al monstruo del pasado.