FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • El antiquísimo juego de la prostitución mezcla los dos deseos depredadores. Ahora el PSOE promete abolirla y, aunque nadie medianamente cuerdo cree que sea posible, se enciende una entretenida polémica

Como los instintos ayudan poco y de modo equívoco, nos jugamos la vida en los deseos. Nos desbordan porque ansiamos los instrumentos como si fuesen mil veces más gratificantes que los fines a los que sirven. Sobre todo dos: el sexo y el dinero. Un medio para reproducirse y otro para el intercambio social convertidos en absolutos arrebatadores: nos prometen tanto que olvidamos aquello para lo que a fin de cuentas fueron diseñados. El dinero se convierte en “felicidad abstracta”, según Schopenhauer: antes de gastarlo creemos que puede ser cualquier cosa, es decir, todo. ¿Y quién iba a conformarse con algo pudiendo ser dueño de todo? El sexo nos remite a un gozo en el que parece vislumbrarse el motivo triunfal de la vida: es “el infinito al alcance de un caniche”, como señaló el despiadado Céline. En la feria existencial, los deseos de numerario y placer venéreo nos zarandean del tubo de la risa a la casa del terror y viceversa.

El antiquísimo juego de la prostitución mezcla los dos deseos depredadores. Ahora el PSOE promete abolirla y, aunque nadie medianamente cuerdo cree que sea posible, se enciende una entretenida polémica. Muy pocos se oponen a castigar el proxenetismo que secuestra, extorsiona y obliga a las mujeres a prostituirse. No conozco actividad en que la ilegalidad y la inmoralidad coincidan de forma tan perfecta. Otra cosa es que se prohíba a dos adultos establecer una relación comercial de mutuo interés centrada en el alquiler de los órganos sexuales. Las objeciones éticas o estéticas de algunos (¨¡eso no es una vida digna!”) no son obligatorias para todos. Pero como en otras transacciones, los derechos de ambas partes deben ser protegidos por ley. Más allá, de la bestia codiciosa sólo redimen la generosidad y el amor.