Manuel Martín Ferrand, ABC 17/11/12
Desde 1991 viene celebrándose, con distintos niveles de brillo e interés, la Cumbre Iberoamericana. Es un notable y meritorio intento de integración y cooperación entre los Estados que, en las dos orillas del Atlántico, integramos una realidad histórica y cultural a la que no le faltan vínculos emotivos. Ayer, en Cádiz, se puso en marcha la vigésimo segunda edición de la Cumbre que, por su coincidencia con el segundo centenario de la Constitución Española de 1812, que firmaron representantes de la España de aquí y de allá, tiene además un valor evocador que a muchos nos resulta hermoso. En Cádiz están ya quienes tienen que estar. Las ausencias gestuales de Cuba, Venezuela y Argentina engrandecen el acontecimiento y quedan compensadas por la notoriedad y el rango de los presentes. Únicamente hay una excepción notable y, en mi opinión, tremendamente grave. La de Antoni Durán Lleida, catalanista de equívoco lenguaje y cristianodemócrata de los que, en el Circo de Roma, se comían a los leones.
En función del reparto napolitano que tanto gusta a los grupos parlamentarios en presencia —«yo te doy una cosa a ti, tú me das una cosa a mí»—, Durán es presidente, desde hace muchos años, de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso del Reino de España. Alguien, quizás Mariano Rajoy, debiera explicarnos las razones por las que un alto dirigente de CiU, el grupo que encabeza el movimiento separatista en curso, es presidente, precisamente, de la Comisión en que, por su significado, más inequívocamente española debiera parecer. Pero es el caso de que el señor Durán, siempre moderado en las formas y nunca diáfano en las ideas, ha rechazado acudir a Cádiz, como marca su obligación, por estar ocupado en su devoción electoral.
La defección de Durán no es una anécdota. Es algo muy grave, aunque aquí, en la patria del «todo vale», puedan tomarse a la ligera y como una muestra más de las tensiones identitarias en curso. Durán adquirió, no contra su voluntad, el compromiso presidencial de la Comisión parlamentaria de la que depende el control de la política exterior de España. Al no acudir a Cádiz, como marca el buen sentido y exige el protocolo, se convierte en desertor. Incumple su compromiso y lo hace, con escarnio, para recabar votos que refuercen la lista electoral catalana que quiere liderar la próxima etapa secesionista. A mí no me sorprende la conducta de Durán. Entra en los usos escapistas de la tradición rural catalana que nos describió Josep Pla; pero me escandaliza el silencio, el disimulo, con que se enfrentan al caso el presidente del Congreso y el del Gobierno. Hay silencios que conllevan desdén, pero éste, parece, pretende quitarle importancia a la inadmisible conducta de un diputado español. Es un silencio culpable.
Manuel Martín Ferrand, ABC 17/11/12