KEPA AULESTIA-EL CORREO
El Tribunal Constitucional ha resuelto que el confinamiento decretado mediante el estado de alarma suponía la práctica suspensión de derechos fundamentales, que hubiese obligado a recurrir al estado de excepción. El Gobierno ha dado a entender que ello suponía poco menos que una afrenta para el Ejecutivo, tras salvar «miles de vidas». Podía haberse aferrado a lo sustantivo, a que el TC da por sentado el confinamiento como medida ineludible frente a la pandemia. Es lo que toda instancia de gobierno procura cuando se encuentra con una resolución jurídicamente contraria a sus planteamientos, alegar que en el fondo le da la razón. Pero el instinto combativo anda tan suelto en las relaciones políticas y en las institucionales, que el cuerpo a cuerpo no deja margen a la inteligencia. La sentencia del Constitucional no es nada baladí y podría acarrear consecuencias muy serias para el futuro. Pero de nada sirve dramatizar el choque cuando lo urgente es salvar el verano y cavilar sobre la alternativa legal que podría asegurar una respuesta inmediata a la siguiente pandemia.
La imagen del nuevo Consejo de Ministros reunido el martes en la empequeñecida sala de las citas anteriores a la pandemia trató de simbolizar que a partir de ahora el Gobierno va de recuperación. Pero contrastaba tanto con el incremento de la incidencia epidémica, que invita a reunirse en grupos de muchas menos personas y a no confiarse del todo de la vacunación, que se convirtió en un retrato voluntarista carente de mensaje alguno. La obstinación del presidente Sánchez en dar solo buenas noticias hace que nadie de su gobierno anterior y del actual esté dispuesto siquiera a advertir del mínimo riesgo. La épica del confinamiento parece valer para enfrentarse torpemente a la sentencia del Tribunal Constitucional, ante una oposición de derechas que se ha mostrado errática y oportunista en el último año y medio. Pero al apostar cada día por sublimar los logros de la vacunación, al pregonar desde el Ministerio responsable de Turismo que España es un país seguro, al diferir a las autonomías la eventual adopción de medidas de restricción, desaparece el liderazgo político que demanda el momento.
El lehendakari Urkullu se decidió a la llamada: «Mascarilla, mascarilla y mascarilla». Pero no lo hizo con la solemnidad que hubiese requerido ir contra corriente, sino a media voz. Con la consciencia de que muchísimos ciudadanos las seguimos llevando; en ocasiones, más como testimonio que como necesidad preventiva. De la misma manera, el Gobierno vasco ha eludido la promulgación de toques de queda que -según las iniciativas de otras comunidades- deberían extenderse a casi todos los municipios vascos. Ha optado por la ‘creatividad política’ de hacer de la recomendación una llamada a media voz para que nadie trasnoche. Es la variante apocada del liderazgo político, que evita confrontarse con el TSJPV porque en realidad no es vasco, se niega a someterse al criterio último del Tribunal Supremo porque es español, y tampoco se enfrenta a la minoría infectiva que pasa de recomendaciones.