Isabel San Sebastián-ABC
- O la oposición se agrupa y pone pie en pared, o ni Casado, ni Egea, ni Abascal heredarán otra cosa que un montón de escombros
El ‘proceso’ urdido por el independentismo vasco y catalán, que Zapatero asumió en su negociación con ETA, se está desarrollando con precisión de relojero, a velocidad vertiginosa. El presidente socialista tuvo la desvergüenza de apellidar aquella claudicación con la palabra «paz», y a esa mentira se aferra hoy su discípulo, Pedro Sánchez, cada vez que saca pecho por haber entregado España a quienes quieren destruirla. El brazo armado de la banda dejó de asesinar; cierto. A cambio, su brazo político ostenta más poder que nunca, mientras sus socios de ERC, coautores del guion, utilizan impunemente desde las instituciones los mismos métodos de coacción empleados por los bilduetarras en sustitución de los atentados: no matan a sus adversarios, pero tampoco los dejan vivir. Nunca sabremos si Zapatero actuó por resentimiento, debilidad, cobardía, estulticia o un poco de todo. La cuestión es que desató un mecanismo perverso, cuyo efecto multiplicador nutre la actualidad cotidiana. Porque nada de lo que ocurre es fruto de la coincidencia. Todo está relacionado entre sí y obedece a un plan que tiene como objetivo último deshacer la nación española privándola de sus raíces, su memoria colectiva, su lengua común, su legislación unificada, la igualad entre sus ciudadanos y, por supuesto, cualquier proyecto de futuro compartido. En definitiva, de su identidad, de los rasgos que definen lo que es una nación.
Esta labor de demolición comenzó antes de que ZP hincara la rodilla ante los terroristas, desde luego. Comenzó con un título VIII de la Constitución redactado con la pueril esperanza de contentar al separatismo, una ley electoral injusta, que premia a los desleales con una sobrerrepresentación parlamentaria de la que han abusado sistemáticamente para extorsionar a los gobiernos centrales, y unas cesiones suicidas por parte de PSOE y PP en materia educativa y lingüística. Sin embargo, existían límites que el consenso entre demócratas consideraba infranqueables. Por ejemplo, el acoso violento a un niño de cinco años y a su familia, jaleado por una horda de talibanes ‘catanazis’ y alentado desde la Generalitat, ante la indiferencia cómplice del Ejecutivo sanchista. Por ejemplo, el voto contrario de la bancada socialista a una iniciativa presentada por Ciudadanos para prohibir los homenajes a etarras; o sea, el respaldo explícito del PSOE a esos asesinos múltiples. Por ejemplo, la supresión de diecinueve siglos de Historia (con mayúscula) del curriculum escolar en toda España, con el fin de privar a los jóvenes de cualquier referencia anterior al momento en que los nacionalismos empezaron a inventarse sus respectivas historias.
Y lo peor no es que Sánchez ignore hasta qué punto es un títere en manos de quienes planificaron al detalle esta voladura. Lo peor es que tampoco parecen serlo los integrantes de la oposición. Pero o bien ésta se planta, se agrupa y pone pie en pared, o bien ni Casado, ni Egea, ni Abascal heredarán otra cosa que un montón de escombros.