Luigi Ferrajoli.El País

No existe derecho de autodeterminación, como exige el independentismo catalán, en un país democrático, pero el Gobierno español debería mostrar su fuerza e inteligencia aplicando una solución de clemencia 

El pasado 28 de noviembre, en la Facultad de Derecho de la Universidad Roma Tre, se celebró una mesa redonda. Algunos amigos españoles han interpretado que, en aquella ocasión, yo había mantenido una posición favorable a la política y a las actuaciones de los dirigentes del movimiento independentista que dieron lugar al proceso penal celebrado este año en Barcelona. Pues bien, creo que esta lectura no refleja adecuadamente mi posición al respecto, por lo que considero necesario introducir algunas precisiones.

Gran parte de mi intervención estuvo dedicada a dos cuestiones. La primera fue la tajante negación de la existencia de un derecho a la autodeterminación de los pueblos en un país democrático en el que, como ocurre en Cataluña, estén garantizados los derechos fundamentales de todos. Sostuve la tesis, obvia, de que en las actuales cartas internacionales, el derecho a la autodeterminación fue concebido con el fin de promover los procesos de descolonización y, por consiguiente, de liberación de las opresiones extranjeras. El independentismo de Cataluña, una de las regiones más ricas de España, es, en cambio, una forma inaceptable de secesionismo de los ricos. Así lo he sostenido en mi Manifiesto por la igualdad (Trotta, 2019).

La segunda cuestión, más de fondo todavía, tiene que ver con una amenaza que, aunque sea de distintas formas, está envenenando la política de nuestros países, comenzando por Italia. La extrema peligrosidad, para el futuro de nuestras democracias, de tantos conflictos identitarios promovidos con éxito creciente por formaciones de extrema derecha cohesionadas por reivindicaciones de tipo nacionalista y a veces racista. Y por una concepción de la democracia informada por la lógica schmittiana del amigo-enemigo: America first, primero los italianos, no a las invasiones de emigrantes, no a la UE y a sus prescripciones y, en España, sobre todo, el secesionismo catalán y el resurgir de los nacionalismos. En Italia —pero algo similar ha sucedido en EE UU, en Hungría, en Polonia y existe el riesgo de que se produzca también en Alemania— estas pulsiones y estas políticas identitarias están continuamente buscando enemigos: la casta de los políticos, Europa, los migrantes, los desviados, los extranjeros. A causa de las campañas demagógicas que se apoyan en el miedo a los diferentes, están retornando los nacionalismos y los aldeanismos agresivos y obtusos, que ponen en riesgo el proyecto europeo y pueden envenenar nuestras democracias. Hace algunos años, el secesionismo de la Liga Norte en Italia no fue un fenómeno folclórico sino una amenaza a nuestro orden constitucional. Dio vida, primero, el 15 de septiembre de 1996, a una “declaración de independencia de la Padania” (entidad regional totalmente inventada) y, después, el 25 de mayo de 1997, a un referéndum, hoy del todo olvidado, por la independencia y la soberanía de la Padania, en el que votaron 4.883.863 personas y cuyo resultado fue de un 97% de consensos (naturalmente votaron solo los liguistas, ya que nadie, y menos el Gobierno y la magistratura, lo tomó en consideración o, mejor, quiso considerarlo una cosa seria). Hoy el Brexit es, de nuevo, el resultado de un nacionalismo inglés reaccionario bajo la enseña de una imposible restauración de la pasada identidad imperial, en conflicto, además, con los opuestos nacionalismos escocés e irlandés. Y sentimientos nacionalistas de aversión recíproca —italianos contra alemanes, y viceversa, holandeses y alemanes contra griegos, polacos y húngaros contra la Unión Europea— están desarrollándose en todos los países del continente.

Nos encontramos ante un clásico conflicto civil y político que, tras la condena, justifica un indulto

Pues bien, con mi breve intervención en Roma, donde me importaba sobre todo convencer a los estudiantes de la contradicción entre conflictos identitarios y el respeto de las diferencias en el que se funda la democracia, lo que expresé fue exactamente lo contrario a la indulgencia con el independentismo catalán. Mas, precisamente porque los conflictos identitarios, como la experiencia enseña, se autoalimentan y se radicalizan de no ser mediados y resueltos rápidamente por la política, es decir, por el diálogo y el debate, me pareció del todo contraproducente —tal fue la sustancia de mi intervención sobre el procés— que una cuestión eminentemente política como la catalana fuera tratada solamente con el derecho penal y, en consecuencia, con la carga dramatizadora, criminalizadora y victimizadora que comporta, primero, la prisión provisional y, después, las durísimas condenas. Naturalmente, no conozco la doctrina y la jurisprudencia española. Está claro que, para algunos delitos, como la malversación, esto es, por el uso de fondos públicos para actividades ilegítimas como el referéndum, la acción penal era absolutamente necesaria. Pero me pareció que una interpretación constitucionalmente orientada del precepto del Código Penal español relativo al delito de sedición, es decir, de una figura penal decimonónica que limita siempre con el ejercicio del derecho de reunión y de protesta política, habría quizá hecho posible no condenar por ese delito o la aplicación de penas más leves.

De cualquier modo, la magistratura ha realizado su trabajo. ¿Pero el de los filósofos y teóricos del derecho no será quizá tratar de hacer que prevalezca la razón? Y la razón —diré la esencia— de la democracia ¿no consiste acaso, sobre todo, en la convivencia pacífica de las diferencias, de todas las diferencias de identidad de las personas? Y el cometido de la política ¿no es mediar los conflictos y resolverlos racionalmente? ¿No era posible, por parte de la política y de la prensa, estigmatizar duramente el independentismo pero, al mismo tiempo, tomar distancias del proceso, desdramatizar la cuestión y buscar un compromiso? Como Félix Ovejero y Manuel Atienza creo que los populismos de izquierdas expresan una “izquierda reaccionaria”. Y también estoy completamente de acuerdo en que los populistas sedicentes de izquierdas favorecen el populismo de derechas. E igualmente en que el independentismo catalán ha provocado el crecimiento de Vox. Pero ¿no ha sido quizá una posterior contribución a este crecimiento la admisión de Vox como parte en el proceso, politizando el juicio oral como lugar espectacular del conflicto identitario entre nacionalismos opuestos? ¿No habría sido una respuesta más inteligente y oportuna, por parte de la cultura jurídica, en vez de hablar de “golpe de Estado” haber recurrido a viejas y acreditadas categorías como la “inexistencia” y el “delito imposible”, descalificando así el referéndum y la declaración de independencia como actos inexistentes, más que inválidos o ilícitos, por total defecto de competencia y, en el plano penal, como delitos imposibles? (“Se excluye la punibilidad”, dice el artículo 49,2º del Código Penal italiano, “cuando, por la inidoneidad de la acción o por la inexistencia de su objeto, resulta imposible el resultado dañoso o peligroso”). Pues me parece innegable que todos eran plenamente conscientes de la absoluta falta de idoneidad de semejantes iniciativas para producir algún efecto jurídico.

En definitiva, temo —como observador externo, pero puedo asegurar que todos los juristas italianos con los que he hablado han seguido el proceso con sorpresa y preocupada perplejidad— que el clamor que ha acompañado al juicio penal, el uso de la prisión preventiva, la campaña política promovida por las fuerzas de la derecha contra los imputados y las altísimas penas impuestas a los condenados, han tenido el efecto de exacerbar el conflicto y agravar, en vez de resolver el problema. Que solo podría resolverse con diálogo, argumentación y confrontación de las razones.

De cualquier modo, en este momento el proceso ha concluido con duras condenas, y no me parece que tenga mucho sentido seguir con un diálogo de sordos en lo relativo a su valoración jurídica, condicionada, además, por nuestros diversos ordenamientos y nuestras distintas pasadas experiencias. Sobre todo, me parece que nos encontramos ante un clásico conflicto civil y político que, tras la condena, justifica un indulto o, mejor todavía, una amnistía dirigida a realizar la pacificación nacional y, con ella, la convivencia y el pacífico respeto entre los diferentes, es decir, repito, las condiciones elementales de la democracia. ¿Qué utilidad tiene, para la unidad de España, para su cohesión social y para su imagen de democracia madura, mantener en la cárcel a 10 personas, en las que, con razón o sin ella, algunos millones de ciudadanos ve a sus representantes, confirmando para una parte de Cataluña, poco importa si minoritaria o mayoritaria, la idea de que son víctimas de un proceso político? En suma, pienso que sería un signo de fuerza y de inteligencia, por parte del Gobierno español, promover una decisión de clemencia. Y, por lo que concierne a la cultura jurídica creo que, aparte de promover una iniciativa de este género, debería contribuir activamente a debatir todos los aspectos de la cuestión, mostrar todos sus perfiles políticos y jurídicos en el plano tanto de la teoría del derecho como de la teoría de la democracia, y hacer así un aporte de razón al debate político.