JAVIER TAJADURA TEJADA-EL CORREO

  • En un Estado de Derecho no tiene cabida ningún ‘ministerio de la verdad’, pero sí una agencia contra la propagación del odio y la difusión de mentiras

El llamado «Procedimiento de actuación contra la desinformación» aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional y publicado hace días en el BOE ha sido objeto de múltiples y comprensibles críticas por no respetar garantías básicas del derecho fundamental a la libertad de expresión.

La libertad de expresión es un requisito esencial para la existencia de una sociedad democrática. La democracia es un régimen de opinión pública que presupone el derecho a recibir y comunicar libremente información veraz y a expresar y difundir libremente ideas y opiniones (artículo 20 de la Constitución). Con la aparición de Internet y el uso masivo de redes sociales, estas se han convertido -en palabras del Tribunal Supremo de Estados Unidos- «en el mecanismo más poderoso del que disponen los ciudadanos para hacer oír sus voces». Lamentablemente, y podemos señalar múltiples ejemplos de ello, estas redes son actualmente gigantescas máquinas propagadoras de odio y difusoras de mentiras sumamente dañinas.

La victoria de Donald Trump en 2016 o el triunfo del Brexit en el referéndum del mismo año fueron posibles gracias a la efectividad de campañas de desinformación a gran escala. Populistas de diferente signo ideológico se sirven de la desinformación para alcanzar sus objetivos políticos. Algunos países -como es el caso singularmente de Rusia- recurren también a campañas de intoxicación para desestabilizar a los Estados democráticos de Europa. Se crea una opinión pública a base de mentiras y datos falsos, pero que mucha gente acaba creyendo ciertos.

En este contexto, uno de los principales desafíos de las democracias contemporáneas es cómo lograr que Internet y estos foros sean instrumentos al servicio del pluralismo y del debate público, y cómo depurarlos de mensajes que inciten al odio o que contengan mentiras capaces de causar daños. En tiempos de pandemia, las mentiras sobre el origen del virus, los discursos antivacunas y las múltiples teorías conspiratorias que se propagan son un claro ejemplo de desinformación dañina.

El escenario descrito explica que el Servicio Exterior de la UE haya considerado necesario articular respuestas efectivas para combatir la desinformación. Entendiendo por tal toda información falsa o engañosa que se publica con la intención de obtener beneficios económicos (el tabaco no es perjudicial, se sostuvo durante tiempo) o con la finalidad de engañar a la población para la obtención de determinadas ventajas (injerencia extranjera para influir en un resultado electoral).

Es aquí donde hay que situar el polémico «procedimiento». Responde a un problema y a una necesidad real, a un requerimiento europeo. Por ello, no se cuestiona su finalidad, sino su diseño. El problema que plantea es que la función de «limpiar» o depurar las redes se atribuye impropiamente al propio Consejo de Seguridad y al Gobierno. Algunos han denunciado, por ello, la pretensión gubernamental -antiliberal y antidemocrática- de establecer una suerte de ‘ministerio de la verdad’. En un Estado de Derecho, el Gobierno carece de facultades para limitar por sí derechos fundamentales. La regulación de la libertad de expresión y de sus límites es competencia de las Cortes Generales, que deben hacerlo mediante ley orgánica. Y la garantía del cumplimiento de esas leyes y del respeto a los límites establecidos corresponde exclusivamente al Poder Judicial.

Así, por ejemplo, el legislador limita la libertad de expresión para proteger otros derechos fundamentales como el honor al tipificar como delito la calumnia y la injuria; o cuando tipifica las conductas de incitación a cometer delitos. Y es el juez el único competente para valorar, en cada caso, si un determinado mensaje incurre en un tipo penal y no resulta, por tanto, cubierto por la libertad de expresión.

Estas garantías -reserva de ley e intervención judicial- deben informar cualquier procedimiento de lucha contra la desinformación. En un Estado de Derecho no tiene cabida ningún ‘ministerio de la verdad’, pero sí que la tendría una agencia contra la desinformación. El control y revisión de las páginas de Internet y de los mensajes de las redes sociales no puede atribuirse en modo alguno al Gobierno. Tampoco es admisible la opción por la ‘autorregulación’ que atribuiría a poderes privados una facultad censora que podría actuar al servicio de intereses particulares. Esa función sólo puede atribuirse a una agencia concebida como autoridad neutral e independiente. Su ingente tarea sería revisar los foros y redes para alertar de contenidos falsos, dañinos o incitadores al odio, instar a los operadores tecnológicos a su supresión y, en su caso, ponerlo en conocimiento del Poder Judicial.

En la lucha contra la desinformación, la democracia se juega su futuro.