Javier Zarzalejos-El Correo

Es posible que el peor riesgo de las constantes noticias falsas sea el de que elevemos el umbral de nuestra tolerancia en vez de ser cada día más exigentes

Mucho antes de que surgieran Internet y las redes sociales, había gente que sostenía que Elvis vivía, que la Tierra era plana y que la llegada del hombre a la Luna era en realidad un montaje. Existían la intoxicación y la propaganda sin escrúpulos, la injuria del adversario y la desinformación a menudo a través de plumas bien pagadas por sus patrocinadores. ¿Por qué entonces tanta preocupación por un fenómeno que ha existido siempre? Una respuesta obvia es el alcance y la potencia ‘viralizadora’ de los vehículos digitales. Ha quedado superada aquella categoría del ciudadano-periodista, quien con su teléfono móvil se convertía en corresponsal de cualquier acontecimiento grande o pequeño que pudiera estar presenciando. Ahora cada uno podemos ser un medio de comunicación completo, y podemos generar contenidos con herramientas cada vez más sencillas y más eficaces

La información es una realidad absolutamente descentralizada que ha puesto en crisis el papel de los medios ‘convencionales’ como mediadores cualificados entre las fuentes y la audiencia. La importancia crucial que se ha asociado a la prensa en la teoría democrático-liberal procede de constituir un componente indispensable del pluralismo y del derecho a expresar y recibir libremente información y opinión, y por esa función de filtro profesional e independiente que los medios han venido desempeñando a través de la selección de las fuentes, la comprobación, el contraste, todo lo que constituye la ‘lex artis’ del periodismo. Pero esa situación ha mutado y el circuito que depuraba la información, también desde posiciones editoriales diversas y bajo ópticas diferentes, es cada vez menos fluido. Y esto es grave porque la democracia es un régimen de opinión pública.

En el vacío que va dejando el retroceso de los medios convencionales, florece la desinformación y de la misma manera que la moneda mala expulsa a la buena, la desinformación, el bulo, la notica falsa, expulsan a la buena información. El gusto por lo llamativo y lo sensacionalista y la falsa sensación de anonimato en la navegación cuentan, pero la desinformación es sobre todo el producto de estrategias bien definidas y ejecutadas con poderosos medios tecnológicos por actores estatales y no estatales. A esta evidencia responde el hecho de que más del 50% de la circulación por la Red se origine en bots.

La utopía digital se aleja. La idea de que Internet podía constituir un ámbito deliberativo global, una conversación universal y cívica que abriría paso a una suerte de democracia instantánea, de ningún modo va camino de convertirse en realidad. Lo que se está formando es un espacio digital fragmentado con ámbitos verdaderamente valiosos en la educación, la ciencia, las artes y el entretenimiento, y otros en los que imperarán el ruido, la desinformación y los contenidos ilegales o dañinos.

La descentralización de la opinión y la información ha creado un vacío que es preciso llenar y que debe empezar por el propio usuario a quien se concede mayor responsabilidad y mayor poder para contribuir a la lucha contra la desinformación y los contenidos dañinos o ilegales mediante el señalamiento de estos para que reciban el tratamiento legal previsto. Pero también las plataformas deben asumir nuevas responsabilidades, no para convertirse en instancias censoras, pero sí para mejorar su capacidad de reacción para prevenir y contener la desinformación de acuerdo con los procedimientos y las autoridades que deben velar para evitar estos fenómenos. La comprobación imparcial de las informaciones va en esa dirección.

Nos encontramos en un territorio delicado, lindante con el derecho a la libertad de expresión que hay que proteger en los términos más amplios. Sin embargo, el principio de que aquello que no es admisible’ off line’ no puede serlo ‘on line’ es perfectamente aplicable. La Red no es sólo un espacio de opinión, es un mundo donde se producen delitos y conductas ilegales como en el mundo físico y la tendencia es claramente ascendente.

Es posible que el peor riesgo de la constante desinformación a la que nos vemos sometidos sea el de que sin darnos cuenta elevemos el umbral de nuestra tolerancia, en vez ser cada día más exigentes con esos contenidos que, en el mejor de los casos, distorsionan, ocultan o tergiversan. Y es más grave aún que, convertida la comunicación en propaganda, la desinformación se imponga con normalidad como un arma de pugna política. Ese puede convertirse en el virus digital más dañino para la deliberación democrática.