Jon Juaristi-ABC

  • Sólo merecen gratitud los que, pésimamente equipados, han luchado en primera fila contra el virus. Elloshan sido el pueblo alzado en defensa de la nación

 

En otros tiempos, el retroceso de una plaga o la capitulación de un enemigo solían ir seguidos de manifestaciones colectivas de agradecimiento a la divinidad, hecatombes al dios olímpico de turno, holocaustos al del Antiguo Testamento, tedeums o thanksgivings al del Nuevo. Como se sospechaba que tanto las pestes como las grandes masacres eran castigos divinos impuestos con periodicidad regular a todos los pueblos por su maldad congénita o simplemente por capricho de los inmortales, los supervivientes agradecían a estos haberles perdonado la vida, sacrificándoles bueyes, doncellas o prisioneros, flagelándose para divertirles o, simplemente, elevándoles conmovedores himnos en voces de castrati. Y así cumplían con lo prescrito por la costumbre hasta la siguiente.

La secularización trajo consigo el descrédito de la teoría de la ira divina. Ya Unamuno lo insinúa en sus recuerdos de niñez y de mocedad, cuando cuenta que los niños de Bilbao cantaban «aplaca Señor tu ira iturrigorri, Señor» (Iturrigorri, «fuente roja», era un manantial de las afueras que dio luego nombre a una marca de gaseosas: los bilbaínos de mi generación llamamos todavía iturris a las chapas de los refrescos). Pero, sin duda, la más demoledora de las parodias desacralizantes es aquella secuencia de La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, 1975), de Woody Allen, en que el protagonista, que está enterrando los cuerpos de sus camaradas muertos en la batalla de Borodino, responde así a un pope que le exhorta a dar gracias a Dios: «Sí, padre, porque por lo menos no ha llovido». Y en ese momento suena un trueno horrísono y empieza a diluviar sobre el campo de batalla.

Lo mejor que tenía la hipótesis del castigo divino era que ningún déspota, por imbécil que fuera, se atrevía a atribuirse el mérito de la cesación de las epidemias ni de las victorias militares. Non nobis, Domine. Así empezaban sus preces al Altísimo los grandes de la tierra, fueran papas o emperadores. No cuesta imaginar lo que habrían pensado de un gobierno de penenes vagos y maleantes que pretendiera haber salvado a un solo curado del coronavirus, no digamos nada a medio millón.

En su admirable ensayo sobre la pandemia de gripe de 1918 a 1920, El Jinete Pálido (Debate, 1919), Laura Spinney observa que otorgar poder absoluto a una autoridad central para resolver una crisis sanitaria suele crear dos tipos de problemas: «En primer lugar, puede que el colectivo tenga prioridades contrapuestas… y rechace o atenúe los poderes de ejecución de la autoridad. Y en segundo, se corre el riesgo de que los derechos de los individuos sean pisoteados, sobre todo, si la autoridad abusa de las medidas puestas a su disposición». Estos no son problemas privativos de un solo país, ni lo fueron hace un siglo ni lo han sido ahora, porque la democracia no sirve para atajar pandemias y los estados de emergencia (es decir, los estados de excepción por motivos de salud pública) ponen a los gobiernos en el dilema de salvar la economía o las vidas: «Una economía próspera y una sanidad pública -firma Spinney- rara vez son coincidentes». Los gobernantes que optan por una de ellas, socavan la otra. Pero incluso hay quienes se las arreglan para socavar ambas, por estupidez o por iniquidad. Sí, también por iniquidad, aunque esto último suele pasar en muy pocos casos. Desgraciadamente, ha ocurrido en el nuestro, donde a la estupidez de unos se ha aliado la iniquidad en estado puro de otros. No hay nada que agradecer a esta chusma. Sólo merecen la gratitud de la nación aquellos que enviaron criminalmente a la batalla, como a los soldados sin armas del poema de Aragon, vestidos para otro destino.