La Navidad es una fiesta despótica porque cuando llega, y llega puntualmente cada año, no hay manera de sustraerse a su omnipresencia. La astucia publicitaria del mercado, la demagogia lumínica de un alcalde o la mala salud de hierro de las tradiciones familiares obligan lo mismo al creyente que al ateo. Que nuestro tránsito por el recuerdo ritual del nacimiento de Jesucristo lo sobrellevemos con una mueca de fastidio preventivo o incluso con serias meditaciones sobre la oportunidad del suicidio no cambia nada: odiar la Navidad es parte del canon navideño desde que Dickens ideó su Scrooge, cuya amargura anti nos resulta tan entrañable como un concurso de figuritas napolitanas. Por eso digo que la Navidad es despótica: porque no consiente la indiferencia hacia ella.
Podemos apretar los dientes aguardando a que la prosa de enero nos rescate de la lírica de diciembre o podemos rendirnos a lo navideño en la curiosidad o la esperanza de encontrarle algún significado nuevo. Si algunos aún fatigan guerras galácticas o juegos de tronos para extraer conceptos políticos o morales, quizá no sea una estupidez regresar a la paradoja de la eternidad degradada a historia, de la divinidad encarnada en un muladar que funda el relato de nuestra cultura. Eso hizo Borges, que no era precisamente un meapilas: «Dios quiere andar entre los hombres / y nace de una madre, como nacen / los linajes que en polvo se deshacen, / y le será entregado el orbe entero, / aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio. / Pero después la sangre del martirio, / el escarnio, los clavos y el madero».
De niño me escandalizaba la violencia de algunos villancicos, cuyos tétricos autores no ahorraban la desolada referencia al Gólgota al final de una estrofa consagrada a la calidez del portal, la blanca sonrisa de María y el instinto protector de José. Luego entendí que la comunión entre dolor de muerte y alegría de cuna es lo característico de lo cristiano. Otras religiones rehúyen esta síntesis y optan por la paz a través de la sumisión como el islam o por la ataraxia a través de la negación de las pasiones como el budismo. El cristianismo acepta lo fieramente humano y otorga a la humillación que atraviesa o atravesará nuestra vida una cualidad salvífica; lo cual, claro, repugna a la razón y presupone la fe. Por eso el victimismo airado que ahoga la política solo es una herejía del cristianismo. La marginación como fuente de legitimidad que hoy atiza cualquier populista para romper el mercado de partidos formula un revanchismo colectivo y escamotea toda gratitud íntima por lo que se nos ha dado o por lo que aún tenemos, que es lo propio de la Navidad. El belén no cifra una lección sobre la conquista del poder: nada más injusto que esa escena; nada más liberador que su aceptación. Feliz Navidad.