ANTONIO CAÑO-EL PAÍS

  • EE UU se adentra en una época de gran incertidumbre, enfrentado a un enemigo interior poderoso y bajo la sombra de una amenaza nunca vista: la del autoritarismo involucionista. Las instituciones por fortuna resisten

Los sucesos del 6 de enero en Washington dejan, entre otras muchas consideraciones, una duda fundamental: ¿se trata de un accidente del que la democracia norteamericana, que nunca había sufrido una experiencia semejante, saldrá aleccionada y robustecida o representa el primer capítulo de un proceso de desestabilización que puede tener manifestaciones más organizadas y peligrosas en el futuro? Una vez que el cabecilla e instigador de este golpe, el presidente Donald Trump, abandone la Casa Blanca la próxima semana, ¿perderá por completo su influencia sobre los más de 74 millones de personas que le votaron? ¿Habrá trumpismo sin Trump?

La victoria de Donald Trump en 2016 fue la consumación de un prolongado periodo de distanciamiento entre la institucionalidad del sistema político —lo que los populistas llaman las élites— y millones de ciudadanos, principalmente en áreas rurales, que se creían desatendidos, ignorados o, en el caso extremo, traicionados. Desde hace años, estos últimos plantean el conflicto en los términos de una revolución pendiente, y de ahí el nacimiento hace algo más de una década en el seno del Partido Republicano del Tea Party, nombre que remite a la épica de la lucha contra el Imperio Británico. Trump fue la expresión electoral definitiva de ese movimiento, aunque su personalidad narcisista lo empujara después a asumir un protagonismo mayor del esperado y aparecer como el caudillo de una causa de la que, fundamentalmente, se sirvió.

Dicho en otras palabras, ya existía trumpismo antes de Trump, si entendemos el trumpismo como lo que es, populismo antisistema y, por tanto, antidemocrático. Y seguirá existiendo incluso si el nombre de Trump desaparece por completo del panorama de EE UU. No será fácil que esto ocurra. Trump es ya un personaje tóxico para todo el establishment norteamericano, incluida una parte del Partido Republicano, pero basta con que una porción menor de quienes le votaron, digamos 10 millones, entienda su caída como un nuevo ataque elitista contra el pueblo llano para que Trump, convertido en víctima, pueda aún representar un serio peligro en el futuro.

En todo caso, no es Trump el mayor desafío. Las peores amenazas contra la democracia norteamericana proceden de la división en la que Trump surgió, de las complicidades en las que se sostuvo su presidencia, de las lealtades que generó y de las expectativas que alimentó entre una masa que entiende el progreso social y la diversidad que se abren paso como un ataque directo a sus tradiciones y a sus intereses. En todo ello ha sido pieza fundamental el Partido Republicano. Su sorprendente éxito en las primarias le dio a Trump un poder imprevisto en el Partido Republicano, del que ni siquiera era un miembro destacado hasta ese momento, y el partido no tuvo el menor escrúpulo en arrodillarse ante él a cambio del poder que les devolvía. Nada de lo ocurrido en estos últimos cuatro años hubiera sido posible sin la connivencia de los dirigentes republicanos, muchos de ellos plenamente conscientes de la personalidad patológica de Trump, de sus tendencias autoritarias y de sus intenciones antidemocráticas.

Ahora el virus populista se ha apoderado ya del Partido Republicano. Siete senadores y 138 miembros de la Cámara de Representantes republicanos votaron en la noche del 6 de enero, unas horas después del violento asalto de la turba, a favor de la falsedad sembrada por Trump sobre el fraude electoral. Esos congresistas no sólo se estaban protegiendo frente a la extensa porción de su electorado que cree esa mentira a pies juntillas, sino tomando posiciones ante el futuro político del partido y del país.

El Partido Republicano se encuentra hoy en una difícil encrucijada en la que tiene que optar entre recuperar el comportamiento institucional, a cambio de enajenar a una parte considerable de sus votantes a los que, con Trump, había convencido de estar al lado de su utopía insurreccional, o profundizar en la vía rupturista iniciada hace años hasta acabar en el fascismo más descarnado. Si aceptamos que queda algo de sentido común en el viejo partido de Abraham Lincoln, lo más probable es que los primeros sean hoy mayoría, aunque las tensiones entre ambos bloques se extenderán todavía durante años sin que sea sencillo pronosticar su final.

Cuando al populismo, con su división, su demagogia, su simpleza, su docilidad, se le abre la puerta de un partido, también en la izquierda, es muy difícil expulsarlo después. Mucho más grave es cuando un país entero se ve afectado por esa lacra. El descontento, la frustración, incluso la rabia, no son, por supuesto, fenómenos desconocidos en Estados Unidos. Desde su Guerra Civil, una suerte de segunda fase de su guerra de Independencia, este país ha conocido graves turbulencias políticas, con frecuencia violentas. Todas ellas, sin embargo, se afrontaron bajo el paraguas de un sistema que representaba a todos. El propósito del movimiento por los derechos civiles era el de lograr el pleno reconocimiento de la democracia norteamericana, no su destrucción. Este país ha sido muchas veces crítico con sus gobernantes, ha denunciado la corrupción y los abusos de poder, pero siempre ha celebrado —a veces, exageradamente— las ventajas de vivir al amparo de la bandera de las franjas y las estrellas.

Eso ha cambiado en los últimos años. Los populistas han hecho creer a una gran parte de la población que las élites se han apropiado del sistema y que lo usan únicamente en su favor. Les han convencido de que la democracia que les legaron los Padres Fundadores ya no existe, que ha sido destruida por fuerzas diabólicas que, a grandes rasgos, están representadas por la modernidad y el progreso, y que, por tanto, es necesaria una nueva revolución. La diferencia entre lo ocurrido el 6 de enero y otros momentos de convulsión en Estados Unidos anteriormente es que esta vez no se pretendía derogar una ley o respaldar una reforma social, sino destruir esta democracia simbolizada en el Capitolio y las personas que allí operan.

Ese terrible episodio dejará, sin duda, enseñanzas entre quienes quieren defender este sistema y mejorarlo para fortalecerlo y prolongarlo. Es posible que también valga como señal de alerta para quienes siguieron hasta ahora de buena fe las consignas de Trump sin reparar en su peligro oculto. Pero, al mismo tiempo, es seguro que servirá de aprendizaje para los que, convencidos ya antes del 6 de enero de que eran necesarias medidas drásticas para impulsar sus fantasiosas reivindicaciones, han comprobado ahora que sus propósitos son incompatibles con esta democracia y que ya sólo les cabe su liquidación. Entre los asaltantes al Congreso había grupos organizados y bien armados; entre sus promotores hay políticos de peso y formación. Sería ilusorio pensar que unos y otros dan la batalla por perdida sin más.

No. Estados Unidos se adentra en una época de gran incertidumbre, enfrentado a un enemigo interior poderoso, bajo la sombra de una amenaza nunca vista antes, la del autoritarismo involucionista. Afortunadamente, las instituciones resisten, y si Trump no pudo ir más allá en sus propósitos es porque los mandos militares se lo impidieron. Pero las instituciones no son totalmente impermeables al populismo, que sabe deslegitimarlas y atacarlas hasta dejarlas inermes. Esta será una batalla de años, quizá de décadas, una batalla decisiva para la supervivencia de la democracia tal como hoy la conocemos, no sólo en Estados Unidos.