Isabel San Sebastián-ABC

  • El Gobierno ha convertido la Educación en un arma de adoctrinamiento letal para un futuro compartido

Podría emplear un sinfín de verbos para definir lo que este Gobierno y sus socios están haciendo con nuestra nación: desmontar, descoser, desunir, desmemoriar, desmantelar, desarmar, destrozar… desvertebrar. Todos comienzan con el prefijo ‘des’, que denota «negación o inversión del significado de la palabra simple a la que va antepuesto». Y es que la lengua española posee un léxico abundante en matices referidos a distintos aspectos de un mismo propósito, que en este caso consiste en acabar con nuestra patria.

El fenómeno no es nuevo. Como bien subrayó el canciller Bismarck hace siglo y medio, la fortaleza insuperable de España queda demostrada por su resistencia a los esfuerzos denodados llevados a cabo por los españoles para destruirla. Sin embargo, esta pulsión suicida solía proceder de algunas regiones periféricas contagiadas del virus nacionalista en su primera oleada o bien de estallidos espontáneos motivados por la miseria, la desigualdad y la desesperación. Lo de ahora es diferente. Hoy es el Ejecutivo, el liderazgo de la nación, quien abandera el movimiento empeñado en aniquilar el legado secular consagrado en el Título Preliminar de la Constitución que juró cumplir y hacer cumplir. Y lo hace siguiendo un plan perfectamente trazado que incluye una ofensiva en varios frentes, entre los cuales destaca la Educación como arma de devastación masiva, letal a medio y largo plazo.

Sánchez a la cabeza de Frankenstein ha convertido la enseñanza en un instrumento de adoctrinamiento sin parangón en nuestro entorno democrático. No contento con privar a millones de educandos de su derecho a estudiar en su lengua materna y hurtar al idioma español su condición de vehicular en el sistema educativo nacional, ahora va a por la Historia de España con el afán de borrarla o reescribirla a su conveniencia. La historia deja de contemplarse en su marco natural cronológico para seguir cauces arbitrarios, sectarios, impregnados de presentismo arrogante que la vacían de significado para convertirla en un amasijo incomprensible de consignas ideológicas. Las crónicas escritas por nuestros antepasados son sustituidas por criterios tales como la ‘perspectiva de género’. La Edad Media, periodo decisivo en la configuración de nuestro ser histórico y nuestro posicionamiento en el contexto geopolítico actual, desaparece de un plumazo. La II República es presentada como el paradigma del progreso en libertad, metiendo bajo la alfombra cuantos procesos antidemocráticos se dieron durante su vigencia. La opinión de la Academia de la Historia es ignorada y despreciada por unos políticos cuyo propósito no es lograr que nuestros jóvenes sepan de dónde vienen, en aras de articular algún proyecto de futuro común y compartido, sino todo lo contrario: hurtarles sus raíces comunes, despojarlos del pasado que comparten y dirigir sus mentes y conciencias hacia donde interesa a esos manipuladores empecinados en quebrar el espinazo de esta gran nación española, determinantes en la configuración del mundo. Eso se llama traición.