ABC-POR IGNACIO CAMACHO
«Burnout», síndrome del quemado. El estrés electoral ha provocado que la sociedad española reciba con una sacudida de cólera, hartazgo y desconfianza lo que debería ser un ejercicio de participación democrática
«Abstención aparte, los cálculos demoscópicos estiman que entre un 7 y un 10% de ciudadanos pueden cambiar de papeleta en noviembre»
ESPAÑA está enferma de estrés electoral. La convocatoria de las cuartas elecciones generales en cuatro años, más los correspondientes ciclos de municipales y autonómicas, ha provocado en la sociedad una tensa sensación de hartazgo. Burnout, abrasión emocional, el «síndrome del quemado». El fracaso de las negociaciones de investidura de este verano, a pesar de existir varias posibilidades de conformación de mayorías, empuja a muchos ciudadanos a pensar que los políticos les han transferido sus propias responsabilidades y crea una patente e inquietante atmósfera de desafección y de desconfianza en la clase dirigente y en la política misma. De esta manera, lo que debería ser un saludable ejercicio de participación democrática ha sido recibido con una reacción colérica generalizada en la que muchos votantes proponen castigar con suspensión de sueldo a los parlamentarios, profieren en las redes sociales denuestos contra los representantes públicos o colapsan la web del INE para darse masivamente de baja en la recepción de propaganda domiciliaria.
En estas condiciones, el resultado de los comicios de noviembre contiene una notable dosis de imprevisibilidad. «Las encuestas efectuadas hasta hoy ya no sirven», afirma el sociólogo Narciso Michavila, uno de los expertos demoscópicos con mayor índice de acierto en sus proyecciones. «Puede que ni siquiera sirvan las que se hagan en estos días porque estén contaminadas de indignación popular». Si la cita con las urnas fuese hoy, la abstención alcanzaría probablemente proporciones históricas, y en todo caso constituye la principal preocupación de los estrategas de campaña, en la medida en que pueda evacuar una protesta silenciosa, una expresión de rechazo a la endogamia partitocrática. Paradójicamente, si las elecciones de abril fueron recibidas con amplia satisfacción para acabar con el paréntesis de provisionalidad surgido de la moción de censura de 2018, las del 10-N pueden convertirse en las más aborrecidas desde la restauración de la democracia. Nunca se había detectado en el cuerpo electoral tanto repudio a la invitación para tomar la palabra. Esa mezcla de decepción, impotencia y rabia.
Los partidos confían en que el enojo irá deflactando en las siete semanas que faltan. Pero se ignora su impacto en la participación y en la propia decisión de voto de quienes decidan ejer
cerlo. En el primer caso, los cálculos medios sitúan la abstención unos puntos por debajo del 70 por ciento. En el segundo, aún más difícil de predecir, la estimación de los profesionales apunta que entre siete y diez electores de cada cien pueden cambiar de papeleta. Esa cifra no sería una sacudida telúrica pero puede mover tres o cuatro decenas de escaños: quizá pocos para producir un vuelco pero bastantes para afinar la actual correlación de fuerzas.
Pedro Sánchez ha forzado las elecciones porque está seguro de ganarlas con mayor ventaja que en abril y de obtener un margen suficiente para gobernar en solitario. Sus asesores creen haber construido un argumentario –el manoseado «relato»– capaz de situarlo como víctima del bloqueo en vez de causa, pese a su reiterada reticencia tanto a coaligarse con Podemos como a entenderse con Ciudadanos. Los sondeos, desde luego, le benefician con un incremento virtual de diputados; en el año largo que lleva de presidente ha logrado asentar de nuevo al PSOE como el partido-alfa con el que se identifica de forma casi natural un tercio largo del electorado.
Aunque su gestión contradictoria, efectista y hueca ha desatado la fobia de la derecha, un hábil manejo propagandístico y mediático le ha situado en una suerte de centralidad política impostada que ha asentado su liderazgo. Y tiene el plus del poder y de los recursos del Estado, esenciales en un país de mentalidad subvencional que se refleja en los estudios de opinión pública –el último, el comparativo europeo de la Fundación BBVA– con un fuerte sesgo igualitario. Las elecciones son siempre un salto al vacío pero Moncloa espera sacar ventaja ofreciéndose como el valor seguro en medio de un panorama ultrafragmentado. En su primera comparecencia, la noche misma en que el Rey declinó proponerle como candidato –o rehusó él–, apeló sin tapujos al voto útil a su favor para salir del atasco.
Nada está, sin embargo, escrito de antemano, y menos en este clima de irritación y desgobierno. El fantasma de Vox, clave en la pasada movilización de la izquierda, se ha disipado como catalizador del voto del miedo, y los socialistas confrontan ahora contra Cs y Podemos. El sistema electoral les seguirá beneficiando mientras los votantes liberales y conservadores no se aperciban de que la división actúa en su detrimento. Pero centrar el guión de la campaña en la culpabilidad ajena del bloqueo entraña visibles riesgos: quedan casi dos meses y parece difícil sostener esa narrativa durante tanto tiempo.
La clave del desenlace será, sin duda, la del efecto del cabreo y la frustración, la de la huella del hastío. Aunque hay más factores: la creciente preocupación por el deterioro de la economía, por ejemplo, o la aparición en el centro-derecha de un cierto incentivo ante la sensación de segunda oportunidad para remontar un resultado que daba por perdido. Lo único que queda claro es que ya no habrá más margen para otro fracaso colectivo, que después de noviembre desembocaría en un colapso sistémico crítico.