EL CORREO 09/04/14
MANUEL MONTERO
· Diálogo sugiere a personas conversando: puede llevar a algún sitio en el que las partes se conformen. El diálogo que exige el independentismo obedece a otra lógica
Hace tiempo que en la política española no florece una idea. Gustan más los cálculos especulativos sobre cómo no verse mediáticamente arrastrado por la crisis –vale mostrar sentimientos tiernos– o por la vorágine de los nacionalistas catalanes, cuya aportación, por otra parte, consiste en la repetición inmisericorde de mantras de autoestima, una suerte de preconceptos. Para disimular el páramo intelectual se recurre al despliegue de términos apacibles, de aire positivo. Suelen ser vacíos, pero sirven para demostrar buenas intenciones y sensibilidad.
Sucede así con el diálogo, bálsamo de Fierabrás cuya exigencia era antiguamente monopolio de HB (con el corolario «y negociación»). Ahora lo dicen todos. Nuestra vida pública es un cruce de ofertas de diálogo de izquierdas a derechas y al revés, de nacionalistas a los que no, otrosí viceversa. Todas las combinaciones del espectro político se exigen diálogos los unos a los otros. Así la presidenta de la Junta andaluza reclama que Rajoy y Mas dialoguen, diálogo en cabeza ajena se llamará la añagaza o cómo salirse por la tangente quedando bien. Pues ahí no le van a coger a Artur Mas, una de cuyas coartadas es la petición sempiterna del diálogo, últimamente diálogo para hablar de su referéndum. El Gobierno se le venga ofreciendo diálogo, pero dentro de la ley –como si fuera posible otro–. Y así vamos dando en diálogos de besugos.
El latiguillo diálogo se presenta como remedio para todos los males. Su gran ventaja: evoca la especie de que hablando se entiende la gente. ¿Quién va a condenar las ofertas de diálogo, que muestran faz civilizada y responsable? El que pide (o exige) diálogo queda como político de altura. ¿Qué prefiere usted, el diálogo o la imposición? En una encuesta de tal calibre –que es modelo general– si la primera opción no llega al 100% será porque los encuestados notan que el encuestador quiere llevarle al huerto y no todos están por la labor. ¿Cómo pueden negar el diálogo, adónde nos quieren llevar?, dice luego el pedidor de diálogos imposibles, haciéndose el desairado. El que echa la primera piedra de la exigencia de diálogo tiene luego un arsenal victimista en el que regodearse.
El reclamo de diálogos cumple en nuestra vida pública dos papeles distintos, según el pedigüeño. La versión light ahorra tener posturas propias, aplazándolas a conversaciones futuras. Es así como los socialistas consiguen pasar por reformadores –sociales y/o federales– sin precisar propuestas. En sus futuros diálogos irán a ver qué sale. Una variante de este escamoteo de programas la emplea el PP, cuando llama (sin grandes convicciones) a diálogos sociales.
La otra función de la exigencia de diálogo, la dura, consiste en dar una pátina respetable a las embestidas contra la concordia social. Es el caso del independentismo catalán. Sus propuestas amenazan la convivencia pero su presentación almibarada dentro de un paquete que habla de diálogo y buena voluntad quiere vender gato por liebre. Desprecia a la democracia, pero al mentar el diálogo invierte los términos y se presenta como víctima.
Diálogo sugiere a personas conversando. Uno dice una cosa, otro otra y la plática puede llevar a algún sitio en el que las partes se conformen. El diálogo que exige el independentismo obedece a otra lógica. Busca que la parte ofensora –en este esquema la culpa es siempre de España– escuche mil veces las maldades cometidas, hasta que se percate de su furor represor. No es diálogo para buscar juntos soluciones, sino para que el exigido de diálogo comprenda las razones que asisten a la parte exigente, se arrepienta públicamente y negocie cómo enmendar tanto desaguisado: el día del referéndum, si acaso el resultado, los cuadros del Prado que le tocan, y si es necesario las condiciones de la Liga de fútbol del Ente No Estatal de Estados Independientes.
El diálogo es el término estrella en la neolengua de la posdemocracia, pero no el único. Otra palabra hace furor esta temporada: la sinceridad. Se reivindica y ofrece para todo. Hay «ofertas sinceras» de «compromisos sinceros» para abrir un «debate sincero» y entre todos realizar un «esfuerzo sincero»: no con la depravación habitual, se entiende. Pero la sinceridad se predica sobre todo para el diálogo. Bildu quiere un «diálogo sincero», el PNV uno «sincero y permanente», el PSOE que haya «diálogo sincero y profundo», el PP lo busca «sincero y leal», IU cree que con la «tolerancia y el diálogo sincero» se reconstruirán las cosas. Una nueva categoría política. Había diálogo a secas, hay diálogo sincero. ¿Habrá diálogo resolutivo? Lo hay ya, pero de momento sólo para los especialistas.
El término «sincero», «modo de expresarse libre de fingimiento», sugiere que solían mentir, pero que ahora dirán la verdad. Se sabrán tramposos, y si dicen sinceridad será porque están arrepentidos y quieren un nuevo valor político. A no ser que el «diálogo sincero» no implique sinceridad mutua, sino que consista en que el contrario admita que vive en el error. Que se rinda sinceramente. Y de forma resolutiva, si es preciso. Pero puede la imagen cordial del diálogo y de la sinceridad como nuevos nortes de nuestra vida.
En este derroche de amabilidad empalagosa nuestros próceres parecen creer que la gestión pública es una deriva de Pinocho. De cuando el hada le dice, después de que lo construye Geppetto: «Prueba que eres bueno, sincero, generoso y llegarás a ser un niño de verdad». Será la escena más vista por los políticos españoles, que se la creyeron a pies juntillas.