Javier Tajadura-El Correo
Los actores políticos, al convertir en una farsa la primera parte del procedimiento, pierden una credibilidad que ya era escasa. Solo el Rey ha actuado de acuerdo con la Constitución
Tras concluir su ronda de consultas con los representantes de las distintas fuerzas políticas, el Rey ha propuesto a Pedro Sánchez como candidato a la presidencia del Gobierno. Esta primera fase del procedimiento de investidura se ha llevado a cabo con gran celeridad. A pesar del complicado escenario político y de la extrema fragmentación parlamentaria, una semana después de constituidas las Cortes Generales hay ya un candidato. Felipe VI ha cumplido así escrupulosamente con su función constitucional, lo que no se puede decir del resto de los actores implicados. La finalidad de esta primera fase del proceso (artículo 99. 1 de la Constitución), las consultas regias, es que los partidos hagan saber al Rey a qué aspirantes están dispuestos a apoyar en la investidura. Con esa información, el jefe del Estado está obligado a proponer al candidato que cuente con más posibilidades de ser proclamado. Para que pueda tomar esta iniciativa es preciso que los partidos acudan a las consultas con los deberes hechos; es decir, con un acuerdo político que garantice la gobernabilidad. El impulso de ese acuerdo corresponde, por imperativo constitucional, a la presidencia del Congreso, que debe actuar en este ámbito dejando al margen los intereses partidistas.
Estos días, al Rey no se le ha facilitado el cumplimiento de su función. Por un lado, algunas formaciones -las que aspiran a la destrucción del orden constitucional- no han participado en las rondas de consultas. Se trata de un comportamiento desleal con la Corona y con la Constitución. Aunque acudir a esas citas no es una obligación en sentido estricto, es evidente que alguna consecuencia o efecto debería atribuirse a un comportamiento manifiestamente desleal y obstructivo del procedimiento de investidura. En todo caso, lo sorprendente y preocupante del actual proceso es que los votos de esas fuerzas -singularmente, de ERC- resultan decisivos y el jefe del Estado no ha podido conocer de forma directa -como se deduce de la letra y finalidad del artículo 99- su intención de voto.
La presidenta del Congreso no ha cumplido tampoco con su función de facilitar la tarea al Rey propiciando las negociaciones entre aquellos partidos que pueden garantizar una investidura exitosa. Y no lo ha hecho porque el propio Sánchez, en un manejo de los tiempos poco respetuoso con las formas parlamentarias, anunció un acuerdo de Gobierno de coalición antes de que se constituyeran las cámaras y sin contar con los votos necesarios para la investidura. A pesar de la escasa viabilidad de ese proyecto para garantizar la gobernabilidad, la máxima responsable de las Cortes nada hizo por impulsar otras fórmulas. Una vez más, su actuación se ha visto subordinada a los intereses del partido al que pertenece y, en concreto, al de su líder, que es quien, en definitiva, decidió materialmente su nombramiento. La falta de autonomía y de independencia de la presidenta del Congreso le impide desarrollar una tarea que resulta esencial para el correcto funcionamiento del procedimiento de investidura.
El Rey se ha encontrado así con una Meritxell Batet que actúa al servicio de los intereses de Sánchez, con unos partidos que no acuden a las consultas y con otros que acuden, pero se desentienden de la gobernabilidad. Y todo ello en un marco en que el proceso de investidura se disocia -violentando la finalidad del mismo y la lógica del régimen parlamentario- del de la formación de una mayoría suficiente y clara en torno a un programa de Gobierno.
En este confuso contexto, al convertir el procedimiento de investidura desde su primera fase en una lamentable farsa, los distintos actores políticos pierden una credibilidad que ya era bastante escasa. Únicamente el Rey actúa de forma veraz y a pesar de todas las dificultades adopta, una vez más, la decisión constitucional correcta. En un contexto en el que el candidato que se autopostula no tiene los apoyos suficientes para la investidura y, lo que es más grave, tampoco para garantizar la gobernabilidad (ni siquiera la aprobación de los Presupuestos del Estado), el artículo 99 permite al Monarca optar entre una de estas dos alternativas. La primera: no proponer a nadie y esperar unos días para realizar una nueva ronda. La segunda: plantear a un candidato que no cuenta con apoyos suficientes, con el riesgo, por tanto, de que de no lograr al menos la abstención de los partidos separatistas, sea rechazado por el Congreso y comience a correr el plazo de dos meses para la disolución de las Cortes.
El Rey ha optado por la segunda y transmitido así un doble mensaje. Por un lado, que la formación de un Ejecutivo no debe demorarse ni subordinarse a intereses particulares. Y, por otro, que dar más tiempo a los partidos para que alcancen un Gobierno parlamentario mayoritario, en el contexto actual, no serviría para nada.
Le corresponde ahora a Sánchez en un plazo no fijado por la Constitución, pero que razonablemente no debería demorarse más de dos semanas, cumplir con la doble obligación de todo candidato (artículo 99.2 de la Constitución): presentar un programa de Gobierno y solicitar la confianza de la Cámara.