Como el Holocausto demostró, la autocomplacencia y la incapacidad para sentir el dolor ajeno nos hacen tan semejantes a los asesinos que debiéramos despertarnos todas las noches bañados en sudor. Aquí no hablamos de nazis. En la Gran Vía el sábado, gente «normal» ha llamado asesinos a otros conciudadanos por odio acumulado.
No crean que somos los únicos que se pelean con fantasmas del pasado, muchos de ellos cada día más presentes. Ni que somos sólo nosotros los que volvemos a traficar con mezquindades para disputarnos ventajas de saldo en el pulso político en el que todos hablan de víctimas, la mayoría sufre al ver que su buen sentimiento de compasión genuina no es tan común como piensa y algunos sólo especulan sobre cómo utilizar la foto de un muerto como pescante a un mejor coche oficial. Antes de cumplirse mañana el 60º aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz y 10 años redondos después de ser asesinado Gregorio Ordóñez, es evidente la vigencia de la máxima de Alexander Mitscherlich, que sólo en el luto veía posible la auténtica regeneración del individuo y de la sociedad. Él hablaba de la alemana. Nosotros bien podemos hacerla por la española y en especial por su parte vasca que, emponzoñada por su incapacidad de luto (Die Unfähigkeit zu trauern), está envenenando a todos y cediendo el discurso a quienes han hecho del culto a la diferencia, de la secta, del odio y de la deshumanización del adversario político, su máxima vital y arma de poder.
Alemania amanece esta semana consternada ante el sabotaje a un minuto de silencio, respeto, memoria y dignidad a las víctimas del Holocausto que había pedido el presidente del Parlamento de Sajonia. El grupo parlamentario del Partido Nacional Democrático de Alemania (NPD) abandonó el hemiciclo en aquel instante para utilizar después la tribuna para despreciar la iniciativa. Estos canallas se erigieron en representantes de las víctimas bajo el «holocausto aliado» que habría sido el bombardeo de Dresde. Sin ánimo de polemizar sobre la siniestra gratuidad de un bombardeo como aquél; sin la mínima intención de dar pie al desvergonzado intento de equiparar cualquier crimen con la planificación sofisticada del exterminio de una raza humana, que simboliza Auschwitz; sin tentación alguna de culpar más que a los asesinos y sus cómplices necesarios del infinito rastro de víctimas inocentes que las sociedades desarrolladas hemos dejado atrás; sólo puedo constatar que, como el Holocausto demostró, la autocomplacencia y la incapacidad para sentir el dolor ajeno nos hacen tan semejantes a los asesinos que debiéramos despertarnos todas las noches bañados en sudor.
Está claro que la sociedad alemana -y todas las del mundo desarrollado- serían hoy una mayor amenaza para las demás y para sí mismas sin una cultura de Auschwitz cuyo desarrollo, profundización y cultivo es tarea de todo individuo que se considere humanista. Por desgracia también lo está que la España democrática ha fallado, salvo en momentos puntuales como en los días de agonía de Miguel Ángel Blanco y las horas -sólo horas- después de los atentados de Atocha, en responder de forma colectiva y efectiva a un desafío ético como es el cultivo de ese trinomio de la excelencia humana de «memoria, dignidad y justicia» que algunos arrastraron por el fango el sábado en Madrid. Tan valiente, desprendida y decidida como puede ser esta sociedad en los momentos más trágicos, nuestra cotidianeidad nos demuestra que la mayor parte de los españoles -y en esto, como en tantas otras cosas, los más españoles son los vascos y los catalanes- no parecen capaces de sufrir sino con los muertos que consideran propios.
Aquí no hablamos de nazis, de parlamentarios a los que el electorado de Sajonia dio en su día el poder para insultar a millones de muertos y a la humanidad misma. En la Gran Vía el sábado, como en el mismo escenario durante los dos años anteriores, gente «normal» ha llamado asesinos a otros conciudadanos por odio acumulado, unos hacia un presidente de Gobierno supuestamente feliz de ir a la guerra, otros contra un Gobierno supuestamente feliz de hacer pactos con asesinos o compañeros de viaje de asesinos. Han sido impotentes para reflexionar sobre los motivos de cada uno y para descubrir alguna nobleza en los propósitos de sus dirigentes. No han comprendido que en toda víctima -muerto, padre, madre o hija- hemos de reconocernos todos. Sin esa capacidad de luto y compasión aún puede volver a sonar -escuchen a Pavel Kohout- la hora estelar de los verdugos.
Hermann Tertsch, EL PAÍS, 25/1/2005