José María Ruiz Soroa-El Correo

  • El peligro de las normas ‘declamativas de buenas intenciones’ está más en lo que no dicen que en lo que proclaman

Vaya por delante nuestra satisfacción cordial por el cambio terminológico de la Constitución que han logrado por fin las personas afectadas por una discapacidad. Si ellas, que son las destinatarias de la norma jurídica en cuestión, se sienten más cómodas y mejor definidas por los nuevos términos, bienvenido sea el cambio.

Ahora bien, la empatía humana con estas personas no puede llegar a tanto como ignorar las reglas de la semántica. Y en este sentido conviene observar que el término discapacidad es un trasunto casi exacto del anterior de disminuido físico o sensorial, con lo que el cambio es más ilusorio que otra cosa.

En efecto, el prefijo ‘dis’ (que viene tanto del griego como del latín) significa negación o contrariedad con el término principal al que antecede, como en dis-cordancia, dis-culpa o dis-conformidad, o bien implica dificultad o anomalía como en dis-lexia o dis-pepsia. En todo caso, es un prefijo que implica una negación o una resta por lo menos parcial del término principal, de forma que disminuye su alcance o limita su valor. Que es exactamente lo mismo que pretendía el término anterior y hoy abominado de ‘disminuido’, que denotaba la pérdida parcial de una capacidad o valía normal de las personas, al igual que el más antiguo aún de ‘minusválido’, hoy casi blasfemia.

La discriminación de las «personas mayores» no vende y los poderes públicos no la admiten como tal

En realidad, es curioso recordarlo, lo que sucede con ciertos términos de uso normal es que su contenido semántico (la realidad a la que se refieren), por ser de carácter o valor negativo, termina por contaminar al término mismo (al signo), de manera que socialmente termina por considerarse como negativo o insultante el término mismo, y no ya la realidad que indica.

Es un fenómeno bien conocido por los lingüistas, que tiene una de sus más patentes demostraciones en el cambio constante de los nombres usados para designar el lugar donde los seres humanos defecamos. Cualquiera que se haya adoptado ha sido posteriormente abandonado y sustituido porque ‘sonaba mal’ o ‘era demasiado crudo’. Así con letrina, retrete, wáter o servicio, hasta terminar por llamar ‘baño’ a lo que no lo es para nada. Y en este sentido podemos adelantar con seguridad que, en unos años, el término de «personas con discapacidad» será rechazado como oprobioso y negativo, y se sustituirá por otro más pretendidamente ‘neutro’. ¿Quizás el de ‘personas con diferencias funcionales’, dado el predicamento del que goza la diferencia?

Mayores reparos suscita al crítico la mención específica incluida ahora en el texto de la Constitución a «los menores y las mujeres» cuyas necesidades específicas como personas discapacitadas deberán ser tenidas en cuenta por los poderes públicos. Dado que la protección de la mujer y la de los menores son políticas transversales en el sistema jurídico español, mediante medidas de discriminación positiva, no se comprende bien (salvo que se trate de un brindis mediático a la corrección del discurso) que se cite expresamente esa protección en cada una de las políticas públicas, como si fuera necesario repetirlo hasta la estupidez.

El término «personas con discapacidad» será sustituido por otro más pretendidamente neutro en unos años

Y, sobre todo, sucede que el peligro de este tipo de normas ‘declamativas de buenas intenciones’ está más en lo que omiten, lo que no dicen, que en lo que proclaman. Porque si reflexionamos un poco sobre cuáles son las personas con discapacidad que requieren de una protección especial, la respuesta será casi inmediata: los viejos, unas personas para las cuales su propia condición es ya de por sí una discapacidad en muchas ocasiones. ¡No digamos si añaden otra específica!

Y, sin embargo, misteriosamente, los viejos (o «personas mayores» si prefieren el nirvana semántico al uso) no han sido tenidos en cuenta como merecedores de un trato especial -seguramente porque es una discriminación que no vende y que los poderes públicos no admiten como tal-. ¡Ellos que quieren tanto a «nuestros mayores», sobre todo si están infantilizados!