JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO 26/01/14
· La Constitución ampara la libertad de voto del diputado en todo momento y en toda votación.
El PSC ha abierto expedientes disciplinarios a los tres diputados que rompieron la disciplina del grupo en la votación en que se solicitaba al Gobierno central la delegación de la competencia estatal para celebrar referendos. Sobre los parlamentarios díscolos pende incluso la amenaza de expulsión del partido. Por otro lado, en el PP algunos diputados han expresado públicamente su rechazo al proyecto de ley sobre el aborto presentado por Gallardón –que en el entorno europeo ha recibido críticas de todas las fuerzas políticas salvo del Frente Nacional francés de Marine Le Pen– y han reclamado que, en el caso de que el proyecto llegue a votarse en el pleno del Congreso, el partido les permita la libertad de voto.
Estos dos casos, y otros más que podríamos traer a colación, ponen de manifiesto que, en la praxis política española, los diputados no votan en conciencia, sino que obedecen las órdenes de voto emitidas por los jefes de los distintos grupos parlamentarios. Y cuando no obedecen, los reglamentos internos de los propios partidos prevén sanciones económicas para los incumplidores. En definitiva, votar en conciencia, puede suponer para un parlamentario –en el mejor de los casos– tener que abonar una multa de 300 euros si su opinión no es coincidente con la acordada por el grupo parlamentario al que pertenece. En el peor de los casos, la rebeldía puede desembocar en la expulsión del partido político. Ahora bien, si el enfrentamiento entre un diputado y el partido en cuyas listas fue elegido llega a este extremo, lo que el partido nunca puede hacer es privar al expulsado del partido de su escaño parlamentario. Y ello porque el escaño –tal y como establece la Constitución y es doctrina reiterada del Tribunal Constitucional– es del diputado y no del partido.
La Constitución ampara la libertad de voto del diputado en todo momento y en toda votación. Es decir, con arreglo a ella, el diputado siempre tiene que votar en conciencia. Ese es el sentido y la finalidad del artículo 67. 2 que, al prohibir el mandato imperativo a los diputados, consagra la libertad absoluta del parlamentario y en consecuencia, la imposibilidad de que pierda el escaño por desobedecer supuestas órdenes de su partido. El diputado se debe sólo a los electores. Esta regulación constitucional contrasta, como hemos visto, con la praxis política de que el diputado recibe órdenes y en la inmensa mayoría de las ocasiones las obedece fielmente. No hay ningún otro caso en que exista tal discordancia entre lo que establece un precepto constitucional (la libertad de voto del diputado) y la realidad política (la disciplina de voto).
Desde esta óptica, y con independencia del contenido de sus discrepancias, debemos subrayar que a los diputados díscolos sean del PSC, del PP o de cualquier otro, les ampara la Constitución y esa es la razón por la cual aunque voten en contra de las instrucciones recibidas nunca podrán ser obligados a dejar su escaño. Si son expulsados del partido con el que concurrieron a las elecciones, tendrán que abandonar el grupo parlamentario de ese partido y se integrarán en el Grupo Mixto. Ahora bien, esta situación y estos conflictos nos obligan a plantearnos si la regulación constitucional que garantiza la libertad de voto tiene o no sentido. Así, se alega con razón que, con el sistema electoral vigente, los diputados son elegidos no por sus cualidades personales sino por el mero hecho de formar parte de una lista electoral cerrada y confeccionada por la cúpula de su respectivo partido.
Este sistema electoral determina que el vínculo que liga al diputado con la minoría dirigente del partido que elabora las listas electorales es mucho más fuerte y efectivo que el que debería existir entre el diputado y sus electores. En puridad, el parlamentario individual no tiene electores porque estos votan una lista en bloque, la lista del partido. Llevando el argumento hasta sus últimas consecuencias, el partido puede alegar que –con independencia de la regulación constitucional– lo cierto es que el escaño es suyo, puesto que el diputado nunca hubiera podido acceder a él por sí sólo.
Desde esta última perspectiva, algunos defienden la conveniencia de hacer coincidir la regulación constitucional con la praxis política, modificando aquella. Es decir, reconocer la existencia de un mandato imperativo del partido al diputado, y aceptar, en consecuencia, que si este desobedece pueda ser privado del escaño. En mi opinión, con esta medida se reforzaría el poder de las cúpulas dirigentes de los partidos sobre los diputados, y los electores no tendríamos nada que ganar. La reforma constitucional que necesita nuestro sistema político para regenerar la vida democrática es justamente la contraria: modificar el sistema electoral, estableciendo distritos uninominales para que los diputados tengan que competir por el voto y para que su elección se deba al voto popular y no a la decisión de la cúpula del partido.
Hoy en España, esa competición electoral brilla por su ausencia y es esa falta de competencia la que explica la mediocridad actual y el progresivo y peligroso distanciamiento entre representantes y representados. Esa reforma del Derecho Electoral debería venir acompañada de otra del Derecho Parlamentario que reforzara la posición de los diputados individuales y potenciara sus actividades como tales diputados y no sólo como miembros de un grupo determinado.
JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO 26/01/14