Discopoítica

ABC 08/10/15
IGNACIO CAMACHO

· Esta moda parece aconsejada por un asesor desesperado: si no tienes nada que decir sube la música y muévete con desparpajo

D ESDE que la televisión secuestró la política para convertirla en un debate de tertulianos, los dirigentes convencionales andan en busca de una reconversión como estrellas del espectáculo. Se suben a tirolinas, intervienen en «Sálvame», participan en los latesshows o abren a las cámaras la intimidad de sus cuartos de baño. Estamos en la fase paroxística de la banalidad que Neil Postman pronosticó en «Divertirse hasta morir» hace veinticinco años. La última moda del buenrollismo televisivo es la danza, que sustituye el vacío de ideas y hace rodar por las redes sociales vídeos con estudiada apariencia de espontáneos. El último mitin del PSC en Barcelona no anunciaba discursos sino cabriolas: «ven a bailar con Iceta» decían los reclamos. Lo peor es que el candidato tuvo éxito; sin soluciones que aportar se abrió paso con una popularidad discotequera de travolta periurbano.

El efecto mimético ha sido instantáneo. Después de la celebrada actuación de Soraya nos espera un concurso en primetime de impostada desenvoltura coreográfica. Los políticos bailan en casi todas partes, y en las campañas de Estados Unidos se trata de un clásico; Clinton ganó un disco de platino para Los del Río y Obama no pierde ocasión de soltar su elegante ritmo afroamericano. Pero en el mundo anglosajón lo hacen por fingir desenfado y en España por pura oquedad discursiva, para obtener un mínimo de visibilidad y reclamar atención cuando no tienen modo de abrirse paso. Esta tendencia ha debido de surgir del consejo de algún asesor desesperado: si no tienes nada que decir manda subir la música y muévete con desparpajo. Danzad, danzad, malditos. Quizá crean que aportan frescura a la política o que se humanizan a sí mismos transformando los escenarios electorales en discotecas de barrio.

El problema no está en el baile en sí mismo, claro, sino en su uso oportunista para camuflar la ausencia de un relato. Funciona porque responde a un modelo de opinión pública trivializada, líquida, en la que sólo importan los impactos. En el universotwitter, dominado por el eslogan superficial y la consigna escueta, nadie se detiene a escuchar conceptos de una mínima complejidad sintáctica; cinco frases seguidas constituyen un coñazo. La posmodernidad ha jibarizado los debates e impuesto un lenguaje de gestualidad jovial, desnudo de conceptos, de pura empatía física. En medio de la deconstrucción compulsiva del pasado viejuno bailar significa parecer joven, el nuevo mantra sagrado.

Con las elecciones en navidad veremos a candidatos cantando villancicos para no tener que descifrar programas. En esa fiesta musical el hierático Rajoy tal vez sea el único que no esté invitado. Nadie va, sin embargo, a revelar antes de tiempo lo que de verdad interesa a los españoles: con qué pareja piensa subir cada cual a la pista de los pactos.