EL MUNDO – 16/12/16 – JORGE BUSTOS
· Se cumplieron ayer 50 años de la muerte de Walt Disney sin que nadie se manifestara en el Valle de los Caídos Criogenizados en protesta por la vigencia de su paternalismo. ¿La pluma de Mises, la política de Reagan, el cardado de Thatcher? Quia: las cuentas por el consumismo desorejado y el dogma del crecimiento perpetuo –pero sin dejar de ser un niño– hay que pedírselas al lapicero de Disney. Medio siglo después no ha aparecido otro tan decisivo en el modelado de la psique primermundista. Hoy nadie discute su atroz responsabilidad en la infantilización de Occidente, pero entre nosotros la señaló el primero Ferlosio, con su lucidez escasamente diplomática: «Disney, ese gran corruptor de menores nunca bastante execrado, el mayor cáncer cerebral del siglo XX». Considerando en frío, imparcialmente, la vehemencia de don Rafael, concluimos que está justificada.
Walt de Chicago debió beber la cicuta como la bebió su más famoso antecesor en el delito de la corrupción de menores, Sócrates de Atenas. Porque si la inteligencia crítica de Sócrates amenazaba la cohesión de la comunidad, el ternurismo cremoso de Disney rebaja al electorado y lo convierte en tribunal de niños que ha de elegir entre absolver a un médico o a un pastelero, por recuperar la metáfora de Platón, más partidario del despotismo ilustrado. Los niños siempre absolverán a quien les garantice el azúcar de la demagogia, contra el que en este diario se ha alzado Robe Iniesta: «Lo malo de la democracia es que todo el mundo pueda votar.
Y no digo que yo esté capacitado, pero habría que pasar varios exámenes. La Historia nos tiene que servir para algo. Pero ¿cómo puede votar un tío que no sabe quién fue Napoleón? Esa gente que piensa nada más que en comer donuts y ponerse más gorda de lo que está, ¿va a votar?» Quién nos iba a decir que la defensa de la epistocracia vendría de Extremoduro.
Claro que congelado Disney, no se acabó la rabia. El apellido del fundador pasó a nombrar a una factoría dedicada a la perversión industrial de la sociedad, un objetivo demasiado ambicioso para el amigo de Dalí, por muy fenicios que ambos fueran. En los primeros sesenta la Disney encargó un estudio sociológico para cifrar la edad mental de los consumidores americanos. La conclusión fue estremecedora, aunque ya no nos puede sorprender: resultó equivalente a los ocho años exactos de un individuo común.
Evidentemente, ahormaron sus productos a la demanda del cliente. Y los efectos no han dejado de notarse. Ya no se trata únicamente de la proliferación del veganismo o de la paradójica reivindicación de los derechos humanos de los animales. En España, sin ir más lejos, Disney puso a un presidente de Gobierno, y Alfonso Guerra se apresuró a identificarlo por el título correcto de su película: Bambi. Seguiremos pagando las consecuencias de su sonrisa un par de décadas más.
El penúltimo estrago del pensamiento Disney anuncia la distopía de un niño con el cerebro sin desprecintar que se persona en su primera entrevista de trabajo ante un selector surcoreano y le explica que conocimientos los justos, voluntad la que me deje la Play, pero que lleva dos décadas disfrutando mucho de la vida, sin un trauma ni un dato en la cabeza, la piel de los codos intacta, gamificado como él solo. Y a ver cómo reponemos al cuerpo de funcionarios del Estado. En vez de oposiciones habrá que convocar el salón del cómic.
Que inhumen la nevera de Disney en Cuelgamuros.
EL MUNDO – 16/12/16 – JORGE BUSTOS