ABC-GABRIEL ALBIAC
Ni el racista ni el doctor se ocupan de política: se afanan en cuidar su finca. En San Jordi, en La Moncloa
EN un doble estupor se cierra el año. Brutal uno: la imagen del racista que guía el destino de una región autónoma. Risible el otro: en Madrid, un presidente sin más fe que un palacio en La Moncloa. Doble estupor de la ciudadanía: no es posible vivir en un pantano de podredumbre tan inexorable. ¿Puede un racista regir Cataluña, sin que los tribunales de Justicia lo declaren indigno para el cargo? ¿Puede un cómico doctor seguir burlando a quienes lo votaron, aunque poco? Pueden. El uno como el otro. Ni hay ley que impida a un medidor de cráneos ejercer el poder de una administración del Estado, ni hay modo de que el votante reclame la devolución de su papeleta a quien de ella hizo uso para beneficio privado.
La desolación de nuestro horizonte político cabe en eso. Para salir de ahí, sería indispensable abrirse a una convocatoria electoral inmediata. Y a soldar, tras ella, la alianza constitucionalista que bloqueara el desastre en ciernes. Pero esa apuesta exige un presidente dispuesto a ceder sus privilegios a favor del interés de la nación: lo que es hoy una utopía. No parece haber remedio a lo peor que viene. Los meses agónicos que nos aguardan son el precio del blindaje de Sánchez en Moncloa.
No voto. Nunca. Sin más, porque aún no he conocido a un político en cuyo espíritu pudiera ver «representado» el mío sin morirme de asco o de vergüenza. Ni me asombra ni me enoja la realidad de Torra. Tampoco la de Sánchez. Son paradigmas de ese gusto por vivir del presupuesto público que es la única motivación confesable de los políticos españoles. Pienso, eso sí, con frecuencia, en lo amargo que debe ser el día a día de las gentes que los votaron. Torra conduce a su región por la vía de un guerracivilismo que da sobre la muerte colectiva. Sánchez está dispuesto a financiar esa muerte, a cambio de una temporada más en el palacio de los presidentes españoles, al cual debe andar todavía preguntándose cómo pudo ser que llegase un doctor tan pintoresco como él. No, yo no voto: no me sorprende la amalgama de maldad y de ridículo de la cual está hecha esa gente. Pero pago mis impuestos. Con los cuales se tejen los vestidos nuevos de este par de donnadies, trocados en los reyes de la fiesta. Y no me hace, desde luego, ni puñetera gracia.
Pero nada puedo para evitarlo. Nada puede nadie. El doctor Sánchez, tras haber decapitado a sus enemigos dentro del Partido Socialista, va a mantenerse en su nuevo chaletito tanto tiempo cuanto el provinciano racista se lo garantice. Torra va sacarle hasta el bofe al pobre diablo al cual él y los suyos regalaron esa estancia anhelada en La Moncloa. A eso se reduce el juego de la política. ¿La nación? ¿Qué es eso? Ni siquiera la cosa «discutida y discutible» del lerdo que precedió al doctor de ahora. ¿El ciudadano? Un pobre imbécil al cual se sangra con impuestos y desprecio. Ni el racista ni el doctor se ocupan de política: se afanan en cuidar su finca. En San Jordi, en La Moncloa. Es el doble estupor que cierra el año.