La afición por hacer daño es tremenda, y si algunos no hacen más es porque no pueden. Es un afán variable e irregular, pues todo lo humano tiene grados. Y a la voluntad de hacer daño a toda costa, por la razón que sea, se le llama maldad; y no tiene un solo color, a pesar de que muchos lo repitan. Los seres humanos podemos ser muy estúpidos y etiquetar de ‘malo’, de forma maniquea, a quien molesta o interfiere en nuestros intereses; entonces se le denigra a conciencia y se justifica la mentira.
Ante un concurrido auditorio, con el cartel de ser «el Gobierno de la gente», Pedro Sánchez ha afirmado de forma literal: «Nosotros alumbramos la Constitución hace más de cuarenta años cuando la derecha estaba en otra cosa». Una frase falaz y perversa.
El engaño flota, entonces, por doquier, comenzando por negar la posibilidad de estar cometiendo un error. Un goteo continuo de propaganda nos amaestra para aceptar solo lo que digan nuestras fuentes, y rechazar lo que venga de las otras. Así, sin respetar la realidad, no es posible dar con la mejor solución posible a nada, de modo que los problemas se enrarecen y se enredan.
Hay adhesiones excesivas y odios desmesurados a colores y banderas, que nos instalan en la ridiculez y en el umbral de las tragedias. Es fundamental que nos demos cuenta.
Hace dos siglos, quienes acompañaban a Fernando VII por el Puerto de Santa María gritaban: «¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Muera la nación! ¡Mueran los negros!». Los negros eran los liberales, «esos negros, que tanta sangre han derramado y tantos daños nos han causado». Los otros eran los blancos. Burdo y doloroso. ¿Sin remedio? Trabajo para que no.