JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • Las peores expectativas que se cernían sobre la gestión de la fiscal general del Estado están siendo desmentidas por sus decisiones profesionales
“Resulta preciso abordar una suerte de refundación del Ministerio Fiscal que dote a la institución de estatus de autonomía reforzada que le permita el desempeño de su nueva función sin intromisiones externas”. Lean también este otro párrafo: “No hay duda que de cuanto menor sea la dependencia de la propia Fiscalía respecto del ministerio [de Justicia], más seguridad tendrá la ciudadanía de que las decisiones que se adopten por el Ministerio Fiscal no vendrán determinadas por la cercanía de una Administración de la que no forma parte, dado que nuestra institución está constitucionalmente encuadrada dentro del Poder Judicial”. Y esta otra: “La imagen de la Fiscalía como un negociado agregado al Ministerio de Justicia debe quedar atrás”.

Las anteriores son reflexiones de la fiscal general del Estado, Dolores Delgado, expuestas sin anestesia ni eufemismo alguno, el pasado 3 de diciembre, a las asociaciones de los funcionarios de este cuerpo, ante el gran reto al que se enfrentan: dentro de unos años, en función de cuándo se apruebe el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal —con una ‘vacatio legis’ de seis—, serán fiscales-instructores, quedando los jueces como los garantes del proceso. Una iniciativa legislativa del Gobierno que moderniza y homologa la instrucción penal en España respecto de los países de nuestro entorno, pero que precisa, entre otras muchas medidas, las que propone Dolores Delgado: un nuevo Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal.

Probablemente no ha habido nombramiento más criticado que el de la exministra de Justicia y exdiputada del PSOE como fiscal general del Estado. Se trató de una designación gubernamental inédita, controvertida y que provocó una extraordinaria desconfianza. Pero no siempre los acontecimientos se suceden conforme a prevenciones que, en su momento, resultaban razonables. A Dolores Delgado le está saliendo su encarnadura profesional de fiscal de carrera, por encima de su identidad ideológica, por más que legítimamente ella se defina como progresista. Tanto por la manera en que ha afrontado el cambio histórico ante la futura instrucción penal —pide una nueva forma de nombrar al máximo responsable del Ministerio Fiscal— como en la forma en que está manejando algunos asuntos muy delicados.

Lo está haciendo con un espíritu institucional que reconocen sus propios compañeros, entre los que no le faltan adversarios y hasta enemigos. El documento del que he entresacado los párrafos anteriores (nueve apretados folios) lo demuestra. También el hecho de que ella haya asumido en ese texto que “la suspicacia que genera la propuesta de nombramiento por el Gobierno desvirtúa el verdadero estatus de autonomía que la ley atribuye a todos los integrantes del Ministerio Fiscal en el desempeño de sus cometidos diarios”. Cierto. Y ella es consciente y lo ha verbalizado, empatizando así con un estado de opinión que reclamaba ese reconocimiento.

Por otra parte, Dolores Delgado está siendo muy cuidadosa con temas de su competencia altamente inflamables: las averiguaciones prejudiciales sobre el Rey emérito, que ha encomendado a la Fiscalía ante el Tribunal Supremo; el respeto al criterio de los fiscales en temas tan sensibles como el informe discrepante con el tercer grado de los políticos presos; el informe contrario a la admisión de las querellas contra el Gobierno por la gestión de la pandemia, que ha sido el mismo cuando estas se dirigían contra la presidenta de la Comunidad de Madrid; la aceptación del criterio del Consejo Fiscal en cuanto a nombramientos, y, en general, un desarrollo discreto, sin sobreexposiciones, de sus funciones. A las que desafían hitos muy serios como, por ejemplo, el informe fiscal sobre el posible indulto a los presos condenados por sedición y malversación.

Dolores Delgado está siendo redescubierta en su faceta profesional en el máximo nivel de responsabilidad. Reconocerlo es una forma de romper ese condicionamiento sectario que nos disminuye política y moralmente. Y es más importante hacerlo cuando resulta difícil recordar en la reciente historia de España a una fiscal general que haya tenido que encarar casos tan delicados, en los que deben prevalecer los valores que su Estatuto Orgánico exige a los fiscales: autonomía, imparcialidad, objetividad, principio de jerarquía y unidad de acción.

Uno de los temas mejor resueltos —aunque provisionalmente— por la Fiscalía ha sido el informe por el que se solicita a la Sala Segunda del Supremo que no admita la exposición razonada del magistrado Manuel García-Castellón contra Pablo Iglesias, vicepresidente segundo del Gobierno, reclamando al magistrado nuevas diligencias para que puedan emitir una opinión definitiva al respecto. Un informe en el que participaron ocho fiscales y alguno de los cuales ha manifestado en privado que ninguno de ellos recibió ni una sugerencia de la fiscal general.

A Dolores Delgado le quedan por delante muchos episodios que la seguirán poniendo a prueba, pero desde que tomó posesión del cargo de fiscal general del Estado, el 20 de febrero pasado, ha estado a la altura de las circunstancias. Para bien de todos y del sistema constitucional, ha superado unas expectativas sombrías. Y era crucial que lo hiciera.