Dómine

Ignacio Camacho, ABC, 19/5/12

QUIZÁS uno de los mayores aciertos de este Gabinete haya sido la idea de fusionar en la cartera de Hacienda la de Administraciones Públicas, que era un Ministerio hueco y propicio para canonjías; sus titulares a menudo se ponían de perfil o se dedicaban a otras tareas políticas, y el penúltimo de ellos, un prejubilado con rango de vicepresidente —Manuel Chaves—, logró incluso que su compañera De la Vega se quejase de que en vez de descargarla de trabajo le daba aún más del que tenía. Rajoy, cuyo retrato cuelga también en esa accesoria galería ministerial, llegó a la Presidencia del Gobierno con clara noción de la necesidad de embridar el gasto autonómico como condición sine qua non del equilibrio presupuestario, y eso sólo se podía intentar con ciertas garantías desde un polo unificado de poder que abarcase todo el magma administrativo bajo una sola referencia con la responsabilidad sobre el control financiero. Para ello eligió a un hombre de confianza, con profundo conocimiento teórico y práctico de la materia aunque su puesta en escena contenga un alto déficit de empatía. Pero no se trataba de nombrar al más simpático de la clase para una misión de naturaleza profundamente ingrata.

Cristóbal Montoro representa el estilo de tipo al que nadie en su juicio encomendaría una tarea relacionada con la seducción política. Tiene un aire de suficiencia sardónica que espanta votos aunque anuncie —que hasta ahora no ha podido— buenas noticias. Es un horror delante de los micrófonos; a veces parece complacerse en el pesimismo más enojoso y siniestro. Sin embargo, pocos como él podían hacerse cargo del trabajo minucioso, antipático y concienzudo de mantener la disciplina presupuestaria y sujetar el desparrame de las autonomías con orden, pulso, método y eficacia. Hasta ahora ha cumplido con autoridad incuestionable. Ha puesto firmes a los virreyes taifales sin distinción de afinidad política, los ha obligado a cumplir la estricta ley del déficit y ha estado a punto de intervenir alguna comunidad gobernada por su propio partido. En las reuniones del Consejo de Política Fiscal y Financiera ha habido gritos, forcejeos y salidas de tono, pero al final Montoro ha conseguido situar a todos sus interlocutores en el mismo lado de la raya. Con determinación, coraje y solvencia. Y aunque al final del ejercicio habrá que ver si cuadran los balances o persisten los trucos tramposos con que se maquillan algunas contabilidades, esa porfía a cara de perro ofrece un resultado contrastable que refuerza el compromiso común de cumplir los objetivos de austeridad del Estado.

Como casi todos los ministros de Hacienda Montoro es un funcionario correoso y desapacible, perfil al que su propia personalidad suma de natural un plus de dómine avinagrado. Pero si España sale alguna vez del atolladero le deberá algo a este áspero mayoral contable dispuesto a asumir el papel más incómodo de la función menos tentadora.

Ignacio Camacho, ABC, 19/5/12