Juan Carlos Girauta-ABC
- Los atlantes Juan Carlos I y Adolfo Suárez sostuvieron el cielo para que no cayera sobre nuestras cabezas otra vez
Sin luces y sombras no sale un retrato, y al de Juan Carlos I no le faltan las unas ni las otras. Lo luminoso es historia, no hay persona instruida en España que desconozca su protagonismo en la Transición. A los valientes virtuales que hoy quieren cargarse la Monarquía, con su tropa tuitera de cuesco y sofá, habría que haberlos visto entonces.
El desprecio de la Transición es ignorancia, estupidez y suicidio. Fueron años peligrosos, nada estaba escrito, y si salió lo mejor de nosotros es porque nos empeñamos en que así fuera. Lo contrario de ahora. La benéfica operación exigía convicción, sentido histórico, algo de temeridad y luces largas.
Y dos superhombres. Dos atlantes generosos y pícaros, estadistas y buscavidas, capaces de machadas legendarias. Briboneando o de farol, pero resueltos, burlaron la historia de España de los Gil de Biedma, esa que por definición termina mal. Bah. Los atlantes Juan Carlos I y Adolfo Suárez sostuvieron el cielo para que no cayera sobre nuestras cabezas otra vez. Ligeros y avispados, vencieron a los estetas resabiados, sus poses fatalistas; se mearon a los intelectuales de mal agüero, cerúleos, sin esperanza.
El peligro era real, la Transición fue más violenta de lo que se recuerda. Don Juan Carlos poseía una brújula interna. Supo cuándo había que aceptar la tutela de Franco, por qué había que jurar los Principios del Movimiento, el coste de matar freudianamente a Don Juan, cómo había que saltar sobre el abismo. Reconoció el momento y la necesidad de demostrar su compromiso con la democracia plena. Paró un golpe de Estado. Así que cumplió para la historia. Oportuno y valiente, acertó en todo. Esas son las luces que ya nadie oscurecerá, las que los libros reflejarán por siempre.
Luego están las sombras. Se magnifican ahora; es lo normal, cuestión de perspectiva. Serán un pie de página el siglo que viene, pero hoy es hoy. Sobre sus poco recomendables amistades, su desmedido, compulsivo amor al dinero, su fatal confusión entre inviolabilidad (ligada al cargo) e impunidad, correrán ríos de tinta. También, y es de lamentar, sobre su vida íntima o amorosa. En ese punto, un rey parece el ser más desprotegido del planeta.
Juan Carlos I ya ha pasado. Hace seis años que no ostenta la Corona. No está siendo investigado judicialmente. Se va de España porque quiere y porque puede, y se manifiesta dispuesto a colaborar con la Justicia cuando sea menester. En el freudiano matar al padre ha jugado ya los dos roles. Y en el de finiquitado, el más amargo, ha pagado las penitencias de la retirada pública de su asignación y de la renuncia del Rey a su herencia. Felipe VI encarna el sentido de Estado y el férreo compromiso con la Constitución. Pero no tiene a un Suárez en la presidencia para esta crisis histórica. Tiene a un charlatán mendaz cuya palabra vale menos que nada. ¿Aguantará este atlante el cielo solo, tan puro y sin saber jugar al mus?