FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
En Andalucía, no obstante, se prefirió rescatar el lince ibérico, en vez de salvaguardar el gorrión, lo que hubiera hecho buena falta ante una sistémica corrupción institucional. Hallándose en vías de extinción este felino, su preservación reportaba –qué duda cabe– una impagable vitola conservacionista. Contribuía además a tapar desmanes en el entorno de Doñana como la frustrada construcción de la «Marbella del Atlántico» por familiares y amigos de González al calor de la Expo-92 de Sevilla o la riada tóxica de la balsa minera de Aznalcóllar en 1998.
A este fin, no se escatimaron recursos para convertirlo en el símbolo de su política medioambiental multiplicando las imágenes de melífluos altos cargos dándole el biberón a alguna cría nacida en cautividad. Hubo una consejera que enmarcó una foto dedicada de su garra y letra por una pareja de linces dándole las gracias «por salvarnos la vida».
Junto al felino en extinción, en épocas vacacionales, conviven en Doñana los linces presidenciales que alberga el Palacio de las Marismillas. La heredad donde el duque de Medina Sidonia erigió una mansión a su mujer, doña Ana Gómez de Mendoza, hija de la intrigante princesa de Éboli, para salvaguardarla de las secuelas de la conspiración de la que participó su madre contra Felipe II mercando con los secretos de Estado que trajinó el infiel secretario real Antonio Pérez. El bosque de doña Ana, lugar de asueto de los presidentes de la democracia, excepto Suárez y Calvo-Sotelo, ha colmado de dicha a todos, si bien a ninguno como González, quien anotó en su libro de firmas: «Nada, salvo Doñana, me produjo síndrome de abstinencia».
Los melancólicos atardeceres de Doñana cautivan tanto que, a veces, hacen perder el sentido de la realidad a los moradores de esta residencia vacacional de Estado. Nadie se ha librado de ello como tampoco del denominado «síndrome de la Moncloa». Ni González ni Aznar, quien creyó haber cerrado con la suegra de Blair la reversión de Gibraltar a España. Ni tampoco Zapatero –«Hacía un día de sol y había dormido fenomenal», evocó del mortal atentado de ETA en Barajas– o Rajoy, si bien éste no haya verbalizado en exceso la capacidad de embrujo de Doñana. Empero, nadie como el nuevo lince presidencial que se enseñorea de las Marismillas, Pedro Sánchez, anticipándose a la otoñal berrea electoral que tanto desenfreno desata, había tronado del modo en que éste lo hizo hace hoy una semana. Sonó como si de improviso se hubiera soltado un disparo furtivo y la oxigenada brisa marismeña se hubiera llenado de un denso olor a pólvora.
Desde su arribo a las Marismillas, éste había adoptado la inmovilidad de esos búhos que aguardan estáticos la salida del sol sin que nada inquiete su pupila roja. Era como si ese perenne vigía del Bosque de doña Ana que es el gran poeta Caballero Bonald, quien alarga su vista cansada a través del anteojo luminoso y calidoscópico de la copa de manzanilla, le hubiera susurrado al presidente en funciones los versos de Baudelaire: «Hay que saber estarse quieto, y del tumulto tener cuidado». De súbito, quebraba el aire calmo de Doñana, con las aves que lo habitan acogidas al regazo de la naturaleza, con ese estruendo de escopeta de cazador.
Tras desentenderse 19 días del barco de la ONG española Open Arms, con centenar y medio de emigrantes rescatados a bordo y anclado frente a las costas italianas de Lampedusa sin poder entrar en puerto, al igual que el ministro del Interior transalpino, el ultraderechista Matteo Salvini –ambos en vísperas electorales–, Sánchez el Imprevisible se rectificaba asimismo. Tras negar su venida a España, pese a los ofrecimientos de los puertos más próximos de Barcelona o Valencia, facultaba su desembarco nada menos que en Algeciras, el muelle más apartado y sobrepasado por la emigración del otro lado del Estrecho.
Sus principios son tornadizos y volubles cual desquiciada aguja de marear. Siempre al albur de una encuesta o tal vez de una conversación telefónica con la estrella hollywoodiense Richard Gere, visitante ilustre del Open Arms por unas horas. No extrañe que haga quedar a su ministro Ábalos peor que Cagancho en Almagro. En las vísperas, molesto con «los abanderados de la humanidad que no tienen que tomar nunca una decisión», éste dijo que España no podía actuar unilateralmente porque era una cuestión a europea. Se está especializando en afirmar lo que el presidente desmiente en horas.
Si el diablo mata moscas con el rabo cuando se aburre, Sánchez daba un recital de cómo enredar con un asunto altamente inflamable. El lince Sánchez creyó matar dos pájaros de un tiro. De un lado, atajaba las críticas de quienes le recriminaban la chepa que le estaba apareciendo tras sacar pecho en junio del año pasado con la acogida en Valencia del Aquarius. Todo ello para granjearse notoriedad internacional con el rescate en aguas italianas de este buque de emigrantes y que organizó con pareja prosopopeya a la que Fraga desplegaba como ministro para dar la bienvenida al turista que redondeaba alguna cifra millonaria. De otro, buscaba poner en aprietos al Gobierno andaluz y desestabilizar su alianza con Vox provocando la reacción de Abascal cual Júpiter Tonante para movilizar al votante de izquierda de cara a una eventual repetición de los comicios de abril. Ya entonces se valió del trampantojo de «¡que viene la extrema derecha!», como el torero que cita al morlaco en el albero. A Sánchez le ha fallado su ojo de lince o se ha cegado tanto que se ha confundido de escopeta y ha usado esta vez la carabina de Ambrosio contra sus rivales.
Esta descubierta agosteña revela que Sánchez es capaz de cualquier cosa. Si Zapatero engañaba con su apariencia de «Bambi», como le bautizó Guerra –a la sazón, ex presidente del Patronato de Doñana y antes contador de galápagos allí–, el antaño Blanco (José Luis) boy’s ya no sorprende ni a propios –que se lo pregunten a una amortajada Susana Díaz– ni a extraños tras ensartar la cabeza barbada de Rajoy con la pica de su «moción de censura Frankenstein». Dicho lo cual, hay que estar muy ciego o hacérselo para no percatarse de que una emigración descontrolada es el principal factor de desestabilización de la Europa del bienestar y de las libertades consolidada tras la II Guerra Mundial.
No se puede jugar frívolamente con un problema de este calibre y tratar de obtener ventajismo político con una cuestión con la que el PSOE ha hecho demagogia desde los escaños de la oposición, con su demencial «papeles para todos», y que ahora persiste desde el banco azul del Gobierno. Mucho menos en una España fronteriza con África que acucia la colaboración de países como Marruecos y a los que no se les puede mandar mensajes como el del Aquarius o del Open Arms. Menos mal que las autoridades judiciales italianas han finiquitado el culebrón del Open Arms con el desembarque de los emigrantes y la intervención del navío. Si se hubiera culminado el intento de Sánchez de que el P45 Audaz de la Armada hubiera trasladado a todos ellos a España desde aguas italianas, supondría el inicio de que la Marina española reemplace al Open Arms en su cometido. Un acicate para que las mafias arrojen emigrantes cerca de puertos españoles.
Con la excusa de que no se puede poner vallas al campo, se le hace el caldo gordo a los esclavistas del siglo XXI con la complicidad impagable de ciertas ONG que tornan en cooperantes necesarios y lavan la cara a los explotadores al endosar la culpa a unos gobiernos occidentales que serían los causantes de la miseria de estos expatriados. Con esta política de probaturas y titubeos, el Gobierno causará un efecto llamada que atraerá a cargueros con inmigrantes apretujados en sus bodegas.
Adviértase que, de igual modo que emigran quienes están en mejores condiciones de salir de sus países, salvo que sean territorios en guerra, este éxodo del país se dispara cuando comienza a salir de la pobreza. Fue lo que pasó en España, sucedió en Asia y sobrevendrá en África. Como pronostica Jeffrey G.Williamson, catedrático en Harvard, ese avance económico no desterrará las pateras, sino que obligará a prepararse para la mayor presión migratoria de la historia: la africana.
Es evidente que las circunstancias de la inmigración son más fuertes que la voluntad de los Estados. Precisamente por ello, no puede suceder que los gobernantes se fíen a la improvisación y recurran al arbitrismo. En asunto tan crucial, no se puede aprovechar agosto para soltar ocurrencias porque sólo cosecharán inevitablemente los mayores fiascos, como el del Open Arms, y se dañará irreversiblemente la convivencia.
Ante la inmigración, es absolutamente suicida avivar el fuego con improvisaciones al atardecer de Doñana. Lejos de desalentar a las mafias, dejan en sus manos el timón. Si periódicamente se legaliza lo que antes se declaró incompatible con la ley, se traslada a quienes quebrantan la norma un mensaje alentador para sus expectativas de negocio como mercaderes de personas. España ha cimentado su civilización gracias a las migraciones y debe seguir haciéndolo, si bien facilitando la integración y evitando el desarraigo de los recién llegados, si se quiere preservar la convivencia. Sus gobernantes han de impedir los movimientos migratorios anárquicos y que la instalación del emigrante dependa sólo de su decisión unilateral.
En terreno tan pantanoso, junto al de la cuestión nacional y la crisis económica que acecha sin desaliento, se impone un pacto de Estado entre los partidos con capacidad para gobernar y que, con los ajustes pertinentes, fijen una política marco en la que la sal de la inmigración se vuelque poco a poco en el agua para que pueda diluirse adecuadamente, enriquecerla y no pudrirla. Ante un reto de imprevisibles consecuencias y que tan graves contratiempos generó en la Europa de entreguerras, sería un desatino que el PSOE tuviera la tentación de tratar de consolidarse en el Gobierno zascandileando con una política inmigratoria que persiguiera resquebrajar al electorado rival y disminuir sus posibilidades de acceder en el Gobierno, como hizo en las elecciones de abril. Un juego peligroso, pero tentador para Sánchez y Salvini, dos caras de la misma moneda de cómo utilizar la emigración como instrumento de agitación y captación del voto. Aspiran a vivir de los problemas de la gente, no a solucionarlos, al igual que esos malos médicos que sólo sueltan a sus pacientes camino del cementerio.