Jesús Cacho-Vozpópuli
Lo recordaba días atrás un columnista del Telegraph. Un 7 de diciembre de 1950, con Londres sumido en la niebla, un agente de policía detuvo un coche que circulaba por Ballards Lane, Finchley, al norte de la ciudad, y ordenó al conductor que le mostrara su carné de identidad. Al volante del vehículo se hallaba Clarence Willcock, un nativo de Yorkshire gerente de una tintorería. Aunque no tenía ninguna cuenta pendiente con la justicia ni había cometido infracción de tráfico alguna, Willcock se negó a mostrárselo. Conviene aclarar que el episodio tenía lugar cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial, una emergencia nacional que obligó al Gobierno de Chamberlain a introducir en 1939 la tarjeta de identificación personal como una forma de luchar contra los supuestos espías alemanes, verdadera psicosis de la época. Ante su negativa, el agente entregó a Willcock un formulario para que, en el plazo de dos días, lo devolviera cumplimentado, junto con su carné de identidad, en cualquier comisaría de policía. Lo que hizo Willcock fue arrojar el formulario al suelo.
La cosa acabó en los tribunales, con condenas sucesivas para Mr. Willcock, hasta que, en el equivalente a nuestro Tribunal Supremo, el tintorero de Yorkshire fue absuelto con todos los pronunciamientos favorables. Aquella fue una sentencia histórica, que devolvía a los británicos la confianza en sus instituciones y en sus libertades. Lord Goddard, presidente del alto tribunal, razonó que “la policía, como cuestión de rutina, exige ahora el carné de identidad por cualquier motivo, lo cual es totalmente irracional. Utilizar las leyes aprobadas por razones de guerra en tiempos de guerra, cuando esa guerra hace tiempo que terminó, tiende a convertir a los ciudadanos respetuosos con la ley en infractores de la ley y supuestos delincuentes». Unos meses más tarde, la ley que obligaba a los británicos a llevar el carné de identidad fue derogada por el gobierno de Winston Churchill.
Setenta años después, con el Gobierno de Boris Jonshon investido de poderes extraordinarios por culpa del coronavirus, la preocupación es notoria entre las elites británicas por el uso que el irascible Boris pueda hacer de esos poderes y, sobre todo, por el riesgo de que su Gobierno tienda a convertir lo provisional en permanente una vez acabe la pandemia. Un ex juez de la Corte Suprema, Lord Sumption, ha llegado a afirmar que la aplicación de las medidas de bloqueo puede convertir Gran Bretaña en un “estado policial”. De modo que raro es el día en que en los grandes medios no aparecen artículos alertando sobre ese riesgo y advirtiendo de que la sociedad deberá permanecer alerta para que las leyes de excepcionalidad se deroguen de inmediato en cuanto pase el peligro y los británicos puedan volver a gozar plenamente de esas libertades de las que tan orgullosos se han sentido siempre desde su Bill of Rights. “En tiempos de guerra, aceptamos controles considerados necesarios, pero, ¿cuánto más los aguantaremos una vez que haya pasado lo peor? ¿Seguimos siendo una nación de Clarence Willcocks?”, se preguntaba días atrás el editorialista del Telegraph.
Todo el mundo calla, empezando por un Poder Judicial desaparecido en combate, por no hablar del Tribunal Constitucional. ¿Dónde están los Clarence Willcock españoles?
Este jueves, Manuel Muela aludía aquí a la derrota de Annual, tragedia de la que el próximo 2021 se cumplirán cien años, y lo que ello supuso como puntilla para el régimen de la Restauración borbónica al abrir un periodo de inestabilidad que terminaría con la huida de Alfonso XIII y la Guerra Civil, no sin antes haber pasado por la dictadura de Primo de Rivera. Un siglo después, y salvadas todas las distancias, España vive una situación de agotamiento similar, con la crisis terminal de los partidos del turno, el desprestigio de las instituciones, el envite del separatismo catalán y la llegada al poder de un Gobierno social-comunista al que sostienen todos los enemigos de nuestra Constitución. Una Transición agotada, empeñada en multiplicar “el número de sus agonías” que diría Borges, porque lo viejo no acaba de morir y lo nuevo está lejos de haber nacido. El coronavirus es nuestro desastre de Annual. Los 10.000 muertos de aquella cacería a unas tropas mal dirigidas y peor pertrechadas por la chulería del general Silvestre, íntimo del rey Alfonso, han sido superados ya por los 11.744 que llevamos contabilizados, un listón que crece vertiginosamente día tras día hasta configurar una verdadera masacre, las trincheras de nuestro particular Verdún a las que hemos enviado a morir a quienes, por encima de los 70, edificaron nuestro Estado del Bienestar. Una vergüenza que nos acompañará de por vida.
La mayor crisis jamás imaginada con el peor Gobierno posible. El tiro de gracia a una democracia que, con el paso del tiempo, ha ido mostrando la escasa calidad de una argamasa institucional corroída por la corrupción. Las dificultades de hacer realidad una democracia sin demócratas, en un país acostumbrado a siglos de servidumbre voluntaria. El final de la Transición se ha ido a dar de bruces con un Gobierno comandado por un aventurero sin escrúpulos, cuya ignorancia es solo comparable a su soberbia. Las vulneraciones del orden constitucional cometidas por él estos días al socaire de la pandemia son incontables, empezando por un Estado de Alarma que no ampara el confinamiento obligatorio, siguiendo por ese documento que hay que portar para salir de casa y continuando por el cierre del Parlamento, la prohibición a las empresas de aliviar plantilla alegando la Covid-19 o el secuestro de las libertades informativas en las ruedas de prensa del ¡Aló presidente!. Por asombroso que pueda parecer en un país que enterró la dictadura de Franco hace ya 45 años, nadie protesta aquí, nadie levanta la voz contra los excesos del Poder en lo que a vulneración de derechos individuales y colectivos se refiere. Todo el mundo agacha la cabeza. Todo el mundo calla, empezando por un Poder Judicial desaparecido en combate, por no hablar del Tribunal Constitucional. ¿Dónde están los Clarence Willcock españoles?
¿Rebelión en la granja?
La práctica unanimidad que ha llevado a la ciudadanía a recluirse en sus casas a la voz de “ar” es la mejor prueba de aquella servidumbre sin derecho a réplica. La procesión de los resignados. Este es un país desarbolado, una nave sin cuadernas, una sociedad sin referentes morales que parece haber perdido la noción de lo que es bueno y malo, lo que está bien y está mal. Nuestros empresarios y banqueros, con Ana Botín a la cabeza, están encantados con la aventura de Pedro & Pablo, y nuestros intelectuales, si alguna vez los hubo, comen de la mano del “establecimiento”. Ni rastro de sociedad civil organizada. ¿Dónde están nuestros Clarence Willcock? Tan solo el viernes apareció un manifiesto firmado por cuatro notables (Juan José R. Calaza, Andrés Fernández Díaz, Joaquín Leguina y Guillermo de la Dehesa) que pide poner fin al confinamiento por ser medida “fascista, ineficaz, humillante, traumatizante y destructiva”. Un canto a la libertad, un grito en el desierto, tal vez el primer síntoma de una inesperada rebelión en la granja. El escrito, sin desperdicio, es una enmienda a la totalidad de las iniciativas adoptadas por un Ejecutivo obligado a desdecirse cada dos por tres para descrédito de unos pocos y vergüenza de casi todos.
La situación es tan pavorosa, los muertos avanzan a tal velocidad sobre la piel ajada de esa tercera edad a la que se ha dejado morir con un criterio no muy distinto al que condujo a tantos millones a las cámaras de gas nazis, que el país se pregunta dónde está la salida y cuál es el destino final de este drama. ¿Cómo saldremos de esta? Ante la falta de respuestas, algunos vuelven a echar mano de soluciones que, si triunfaron antaño, hoy son imposibles porque estamos ante el peor Gobierno, con mucho, de los habidos en democracia. Me refiero a las apelaciones a ese Gobierno de Concentración o de Salvación Nacional al que muchos se aferran como el náufrago a la tabla. Lasciate ogni speranza. Sectario construido de la misma materia que Iglesias, Sánchez desprecia profundamente a la oposición. “As party leaders, we have a duty to work together at this moment of national emergency. Therefore, I would like to invite all leaders of opposition parties in Parlament to a breefing with myself, the Chief Medical Officer and the Chief Scientific Adviser next week. Yours sincerely”, Boris Jonshon. Carta del 4 de abril, es decir, de ayer mismo, desde el 10 de Downing Street. La diferencia entre una democracia y algo que no se le parece en casi nada.
La mayor crisis jamás imaginada con el peor Gobierno posible. El tiro de gracia a una democracia que ha ido mostrando la escasa calidad de una argamasa institucional corroída por la corrupción
Ninguna posibilidad de desencallar la situación mediante un acuerdo de mínimos tendente a sacar al país del atolladero para ir después a elecciones, porque el pájaro que nos gobierna se ató al palo de mesana de Iglesias la misma noche del 10 de noviembre, cuando tuvo constancia de haber perdido 800.000 votos y de que todas las salidas se le habían cegado excepto la de hacer piña con la patulea de los enemigos de la Constitución. No hay más. Sánchez nunca dejará de ser Sánchez. Él e Iglesias se detestan tanto como se necesitan, y uno y otro aguantarán aferrados a ese palo hasta que la nave amenace hundirse, tal vez en el último trimestre del año o el primero de 2021, cuando Bruselas, a través del BCE, no tenga más remedio que intervenir para evitar la quiebra de España, de modo que, para entonces, una oposición responsable y con valor bastante para salir de una vez de la madriguera debería haberse encargado de volar los puentes para que este mentiroso compulsivo no vuelva grupas, para que no pueda, cuando le asalte el pánico, volver a engañar a nadie diciendo que ha tenido que disolver porque en realidad no podía dormir con Iglesias por compañero de cama.
Destrozo mayúsculo
El destrozo se anuncia mayúsculo. Este es verdaderamente nuestro Annual, la tragedia que avanza cual caballo desbocado hacia el listón de los 20.000 muertos y más allá, que dejará inmensas secuelas de todo tipo. Anoche robaron en la farmacia de mi calle. “No se han llevado nada; sólo el dinero que había en la caja y es que, ¿sabe lo que le digo?, que esto no puede mantenerse así, que la gente necesita comer todos los días”. No son descartables las revueltas sociales, a tenor de cómo las calles se vayan llenando de parados: este Gobierno populista, que desconoce el funcionamiento de una economía de libre mercado, ha decidido apretar el dogal a las empresas hasta hacerlas morir de asfixia, lo cual se traducirá inexorablemente en un ejército de desempleados superior en número y rencor al de la gran crisis de 2008. Algunos sugieren que será entonces cuando Pedro se asuste, cuando rectifique viendo las aguas del cabreo ciudadano escalar los muros del recinto de Moncloa, el momento en que nuestros Willcock se echen de una vez a la calle dispuestos a reclamar, como las viudas de los pobres reclutas masacrados en Annual, pan y libertad.
Ninguna solución milagrosa, ninguna caída del caballo hará cambiar de guion a quien ayer tuvo la desvergüenza de aludir a unos nuevos ‘Pactos de la Moncloa’. En 1978 los españoles, con Santiago Carrillo a la cabeza, quisieron construir una democracia. Hoy, usted y sus socios pretenden acabar con ella. Esa es la diferencia. Nada nos salvará del vía crucis de enterrar a nuestros muertos y de atravesar después el desierto de la ruina económica y financiera. No sé cuándo estallará la bomba, ni en qué momento la presa donde se agolpan, entre troncos de madera y botellas de plástico, las miserias de un régimen que fue incapaz de regenerarse desde dentro romperá los diques de contención para alumbrar una democracia digna de tal nombre, con ciudadanos como sujetos de derechos que ningún Gobierno pueda impunemente violar. Dos posibles salidas se antojan al final del camino: o el Gobierno de Pedro & Pablo gana esta guerra civil larvada en la que, en el fondo, vivimos instalados desde los atentados de 11 de marzo de 2004 gracias a Zapatero, o surge un poderoso impulso regenerador capaz de insuflar, por el camino de la restauración del crédito de nuestras instituciones, nueva vida a una renovada Constitución del 78 capaz de acoger las aspiraciones mayoritarias del centro derecha y del centro izquierda. Difícil, sí, porque ahora mismo no se adivinan los mimbres para urdir ese cesto. Lo que no cabe es seguir por el camino de servidumbre por el que llevamos transitando desde hace casi dos décadas. Estamos llegando al borde del precipicio.