Ignacio Camacho-ABC
- Está de moda denostar el periodismo. Pero aún hay gente que se juega la vida, y la pierde,por este oficio
Está de moda señalar a periodistas por ejercer su profesión con más independencia -que no es lo mismo que neutralidad- de la que les gustaría a algunos demagogos de andar por casa. En realidad se trata de un método bastante ramplón de procurarse fama, sobre todo en campaña, sin tener que abonar la correspondiente tarifa publicitaria. Al señalamiento sigue el linchamiento virtual, ejecutado por individuos que tampoco pagan y suelen además quejarse de que los medios escritos hayan decidido cobrar por sus contenidos tras regalarlos durante años en uno de los grandes errores del sector en lo que va de siglo. Error que ha devaluado el trabajo en un doble sentido: el estrictamente económico y el reputacional, ya que el público tiende a minusvalorar lo gratuito. La otra gran equivocación corporativa ha consistido en aceptar un juego de doble filo: la frecuente conversión del género de opinión -ay, las tertulias- en un espectáculo de debate político que se desliza demasiadas veces hacia un correlato casi lineal de la dialéctica de partidos. Ciertos líderes ebrios de sectarismo pretenden pescar en ese río, donde se bañaron ellos mismos, situando a presentadores y comentaristas en su línea de tiro.
En general esos denuestos y amenazas rebotan sobre la piel chapada de un oficio al que no se viene a hacer amigos. Los dirigentes propenden a olvidar que ellos pasan, caen en desgracia, pierden elecciones, y nosotros seguimos. El peligro real está en otro sitio y lo corren tipos realmente duros que no firman columnas ni aparecen en los platós televisivos. Se llaman reporteros y a menudo se juegan el pellejo en lugares donde el ser humano o la naturaleza enseñan su lado más siniestro y donde se percibe el verdadero alcance de la palabra miedo. Catástrofes, migraciones, revoluciones, guerras; esa clase de dramas que nos hemos acostumbrado a contemplar con indiferencia en los informativos de sobremesa. Escenarios y circunstancias donde la vida no vale nada y donde el carné de prensa hace mucho que dejó de proteger de las balas.
Si a los demás no nos quieren tener respeto, podemos sobrellevarlo. Pero esa gente sí se lo ha ganado aunque sus nombres no brillen bajo los focos del estrellato. Son la estirpe de Capa, de Kapuscinsky, de Fallaci, de Meneses, de Quadra Salcedo, de Leguineche. La piel del tambor, que diría Reverte, cuyo redoble recuerda a nuestra confortable conciencia burguesa la existencia de un mundo zarandeado por la tragedia. La voz y la mirada que cuentan el relato del dolor, la desgracia o el conflicto a una sociedad ensimismada en sus problemas frívolos. David Beriain y Roberto Fraile, asesinados en Burkina Faso -búsquenlo en el mapa-, eran parte de ese spengleriano pelotón de voluntarios que defiende la civilización cámara en mano donde las papas queman: en la última frontera de los bárbaros. Y aún dicen que el pescado es caro.