FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • Comprendo que les hayan hecho huir de las novelas policíacas la plaga de crímenes autóctonos. Pero no renuncien al género, quedan los clásicos

Comprendo que les hayan hecho huir de las novelas policíacas la plaga de crímenes autóctonos, cometidos en la plaza del Ayuntamiento o la calle mayor de su localidad, investigados por un inspector amargado pero insobornable que se enfrenta a asesinatos planeados por políticos corruptos (de derechas, claro) que pretenden encubrir delitos ecológicos. El culpable, como siempre es el sistema capitalista… Insoportable. Pero, ánimo, no renuncien al género, quedan los clásicos. Autores dotados de mucho ingenio narrativo y poca conciencia social. Como John Dickson Carr, cuyo enigma más célebre —El hombre hueco— acaba de ser reeditado primorosamente por la editorial Who, especializada en obras de misterio jeroglíficas, nada de serie negra. El prólogo de El hombre hueco es excelente, sólo cabe un reproche: no citar entre los cultivadores actuales de crímenes imposibles al alsaciano Paul Halter, el mejor heredero de Dickson Carr (y de Gaston Leroux) frecuentemente comparable y hasta superior a sus maestros.

Un clásico muy distinto es Las diabólicas, de Boileau-Narcejac (en este género, los autores en pareja han funcionado muy bien, desde Marcel Allain y Pierre Souvestre con Fantomas, pasando por Ellery Queen, que también fueron dos, hasta Douglas Preston y Lincoln Child con su siempre apetecible Pendergast). Las diabólicas (reeditada por Siruela) encierra un misterio, pero no el de “¿quién lo hizo?” ni “¿cómo lo hizo?” sino algo mucho más grave, el enigma de la vida y la muerte. Una novela de crimen en la que hay y no hay un crimen, una novela de fantasmas en la que hay y no hay fantasma, una investigación en la que es la víctima quien investiga, en fin una obra maestra escrita con la sencilla eficacia de la mejor prosa francesa. Es diferente y no inferior a la gran película de Clouzot…