FERNANDO VALLESPÍN-El País

  • No hay más remedio que ir avanzando a partir de las contingencias, no aspirando a alcanzar un “orden final”

Han querido las circunstancias que dos negociaciones coincidieran en el tiempo. Una, la del salario mínimo, parte del más amplio dialogo social; otra, la de Cataluña. Dejando ahora de lado sus resultados efectivos o posibles, pocas cosas pueden ser más sintomáticas de que este país está entrando en una fase de “normalidad”. Y no solo por la evolución de la pandemia. La simultaneidad de procesos negociadores apunta a que hay aspectos de nuestra vida política que se escapan a la confrontación pura y dura, la anormalidad que nos venía caracterizando. Desde el aspecto puramente simbólico esto ya es una buena noticia en sí misma. Diluir conflictos sentándonos en torno a una mesa no solo es lo natural en una sociedad democrática, es lo imprescindible. Por otra parte, permite visualizar al ciudadano dónde residen las diferencias entre unos y otros actores y la voluntad más o menos presente por parte de cada uno de ellos de llegar a acuerdos. Ambas mesas tienen todo esto en común; difieren en casi todo lo demás.

El diálogo social es, por decirlo de algún modo, la búsqueda de una solución pragmática al conflicto entre los grandes intereses en disputa en una sociedad capitalista. Históricamente ha sido el instrumento mediante el cual empresarios y asalariados disolvían sus diferencias. El objeto de la disputa son los intereses de unos u otros, cuál deba de ser el reparto en la producción de bienes económicos. Por eso mismo, nos dice Hirschman, por el hecho de que inciden sobre “un más o un menos” de algún bien, son conflictos “divisibles”, se presentan a un compromiso, aunque este sea siempre transitorio y puntual. En ellos está ausente la aspiración a algo parecido a la consecución de un “orden definitivo”, se trata de ir “saliendo al paso” ―muddling through― a las contingencias del día a día. Y, el hecho de que aparezcan asociados a ese complejo entramado de fuerzas que es la economía de mercado hace que haya que ir revisándolo una y otra vez. Hoy no ha habido un acuerdo sobre el salario mínimo, pero mañana quizá sí lo haya sobre algún otro aspecto.

En la otra mesa la cosa es ya mucho más difícil, como suele ocurrir siempre con los conflictos identitarios. Aquí no se discute sobre un más o menos de algo, sino sobre el ser de alguien, y esto ya son palabras mayores. Por eso, recurriendo de nuevo al genial Hirschman, aquí estaríamos ante un conflicto “indivisible” y, por tanto, innegociable. ¿Cómo buscar un acuerdo entre quienes solo consideran realizada su identidad catalana fuera de España y quienes no conciben España sin los catalanes? Y, sin embargo, hay que intentarlo. La estrategia del Gobierno es buscar la solución pragmática anterior, empezar por lo negociable, la lógica del reparto, e ir caminando en la dirección de aminorar reticencias mutuas, crear las condiciones para salir del endiablado antagonismo irreconciliable. Y esto último puede que sea lo prioritario, aunque es lo que más temen quienes más arraigada tienen la identidad absolutizada, la que se resiste a ceder el más mínimo rasgo de su conformación cuasi-metafísica.

Lo que tanto unos como otros tienen que interiorizar es que ninguno representa realmente al todo―ni de España ni de Cataluña―. Ni en la mesa ya constituida ni fuera de ella. Y este dato también debería estar presente en la negociación. Como en el anterior tipo de conflicto, no hay más remedio que ir avanzando a partir de las contingencias, no aspirando a alcanzar un “orden final”. Recurrir a la política y abandonar la metafísica.