IGNACIO MARCO-GARDOQUI-El Correo

  • El real decreto del Gobierno para contener la subida de la factura ha generado una gran inseguridad jurídica que afectará a las inversiones en España

Esta semana es muy sencillo seleccionar el tema principal del comentario. La imparable subida del precio de la electricidad y las medidas adoptadas por el Gobierno para frenarla se colocan con holgura en la primera línea de la atención. La factura de la luz es incomprensible, incluso para los técnicos no especialmente formados en ella. Y eso es así por múltiples razones. La formación de los precios es muy compleja porque el mercado de la electricidad es ciertamente original con una demanda que cambia bruscamente por horas, días y meses en función de cuestiones previsibles como el consumo industrial y otras muy variables como la climatología. Para cubrir la demanda, la producción es diversa. Hay sistemas de generación en los que la clave es la inversión inicial -la nuclear, las hidráulicas y las renovables–, y su funcionamiento posterior es barato al usar materias primas como el sol, el viento y el agua y sistemas en los que se utilizan materias primas, como el petróleo o el gas, sometidas a fuertes oscilaciones en unos mercados que están completamente internacionalizados.

A esa complejidad se une el hecho de que el sector forma un monopolio natural en cuanto al transporte y la distribución – no tiene sentido repetir las infraestructuras-, y un oligopolio cuasi-natural en generación, dado el elevado monto de las inversiones requeridas para generar la electricidad. Además, el sector mueve tanto dinero que siempre ha sentido sobre él la voracidad recaudatoria de Hacienda, que le impuso toda una serie de impuestos elevados.

Por último, por razones muy diversas, la tarifa se ha visto penalizada porque hemos decidido cargar sobre ella históricamente una serie de costes que no le corresponden como son los derivados de la moratoria nuclear, el coste del cierre de las minas de carbón o la promoción de tecnologías que es su momento eran convenientes pero no rentables, como las primas concedidas al despegue de las energías renovables. Algunos de esos costes están eliminados, pero no todos. En los últimos tiempos hay que añadir como elementos fundamentales de las subidas, el terrible aumento del precio del gas, que es una materia de la que carecemos, muy escasa y en la que contamos con una red de suministro endeble. En cuanto al CO2, en Europa nos hemos comprometido con unos plazos de reducción de las emisiones tan exigentes que tensionan al alza los precios de los derechos de emisión (hay que pagar por emitir).

Para terminar con el sistema de fijación de precios que es marginalista. Es decir, el regulador estima primero la demanda que va a recibir el sistema y las empresas ofrecen electricidad producida en diversas centrales que tiene costes de producción muy dispares. El precio ofertado por la última central necesaria para cubrir la demanda, que será siempre el más caro, es el que remunera a todas las anteriores. De tal manera que las centrales con menores costes operativos son las que más se benefician de las subidas de precio, al tener los mayores márgenes.

«No modifica ningún problema y se ha adoptado con excesiva precipitación y carácter coyuntural»

Esta semana, el Gobierno ha aprobado unas medidas, dirigidas a frenar el alza de los precios, presentadas con exceso evidente de autocomplacencia como un «plan riguroso, serio y solvente». Desde luego no es un plan, pues no modifica ninguno de los problemas básicos que hemos descrito más arriba y se han adoptado con exceso de precipitación y con carácter muy coyuntural, como demuestra el hecho de que, dos días, después el propio Gobierno se ha visto obligado a aclararlas y quizás hasta tenga que rectificarlas, para evitar que una buena parte de las instalaciones de renovables, que habían firmado contratos de venta a largo plazo, entraran en pérdidas.

Ya veremos el impacto real sobre la tarifa, pero ya sabemos el impacto sobre las empresas que supera con mucho la pérdida de sus ingresos. Estos se estiman en unos 2.600 millones, pero su capitalización ha mermado en cuatro sesiones unos 10.000 millones de euros. ¿Cómo es posible esa diferencia? Pues porque la manera de utilizar el decreto ley para modificar el funcionamiento de un sistema tan complejo a mitad del partido y sin acuerdo previo con nadie lesiona gravemente la seguridad jurídica. Y nadie quiere participar en la decisión, ni en la financiación, de inversiones importantísimas con plazos de maduración larguísimos sin horizontes temporales igual de largos y muy estables.

Que nadie se equivoque. Aquí pierden los accionistas de las compañías. Pero no solo. La credibilidad del país ha sufrido daños y eso lo pagaremos cada vez que tengamos que pedir ayuda para financiar nuevas inversiones. Y no será poco.