Del Blog de Santiago González
La prensa amiga plantaba a Sánchez el domingo una amarga verdad en su portada a cuatro columnas y firmada por la mano no menos amiga de Romerito: “Los muertos de la pandemia: 44.868”. El País se ha limitado a agregar el número de fallecidos de las 17 autonomías, que vienen a coincidir con los estudios de mortalidad realizados por el Instituto Carlos III, el Instituto Nacional de Estadística y la Asociación Española de Profesionales y Servicios Funerarios. Todo el mundo sabía que eran muchas más, pero a él le bastaba con esas, que eran las que le apuntaban el par de fenómenos que tenía como auxiliares: su ministro Illa y al doctor Simón.
Los pesos y medidas, ya se sabe y de las cifras no se puede uno fiar casi nunca. Esto ya se lo temía Enrique Jardiel Poncela en un título de comedia: ‘Pero…¿hubo alguna vez 11.000 vírgenes?’
No, si yo hubiera podido evitarlo, respondería al punto Pablo Iglesias. El 24 de junio era miércoles y tocaba, como suele, sesión de control al Gobierno. El secretario general del PP, Teodoro Gª Egea y el portavoz adjunto de Ciudadanos, Edmundo Bal, cargaron contra el vicepresidente segundo del sanchismo, Pablo Manuel Iglesias Turrión, acerca del oscuro papel por él representado en el no menos oscuro caso Dina, sí, ya saben, aquella asesora íntima del líder de Podemos en Bruselas, a propósito del material escabroso que debía de contener la tarjeta simm de su teléfono móvil que presuntamente le fue robada a su novio. Recordarán que la tarjeta le fue entregada a Pablo Iglesias por el presidente del grupo Zeta, que el contenido fue examinado por Iglesias in situ, pero que lejos de devolvérsela inmediatamente a su propietaria, la retuvo en su poder unos cuantos meses, no sabría decir cuántos, al término de los cuales se la devolvió imposible.
Pablo Iglesias replicó a sus interpelantes muy en su estilo: “Si nos quieren acusar, vayan a los tribunales”. El asunto es verdaderamente notable, porque cuando se les lleva a los tribunales y estos no les dan la razón el argumento es que “no se debe judicializar la política”. A mediados de octubre de 2019, tras la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a los golpistas catalanes a distintas penas de cárcel y de inhabilitación, anunció con pompa y vanidad que “esta sentencia pasará a la historia de España como símbolo de cómo no hay que abordar los conflictos políticos”. O sea, mediante la aplicación de la ley para restaurar el orden conculcado.
Hay dos varas de medir, dos anchos del embudo que se aplicarán en función de las conveniencias del mando. Iglesias protestaba por los insultos que había recibido en Toledo su ministra Yolanda Díaz y en una taberna de Cádiz su tronco ‘Juanqui’ (así llama él a Juan Carlos Monedero) muy pocos días después de que el jefe de la cuadrilla se manifestara partidario de naturalizar el insulto a los periodistas. Si se puede naturalizar el insulto, no digamos la definición. Pedro Manuel es un botarate, pero la culpa no es suya, sino de quien lo nombró.