Luis Ventoso-ABC
- Juan Carlos I y su hijo dan clases de tolerancia a los apóstoles de la memoria única
El 20 noviembre de 1978, pocos días antes de la aprobación por un 91,8% de nuestra magnífica y vigente Constitución, se tomó una de las fotos de mayor simbolismo de la Transición. El Rey Juan Carlos abrazaba en México a Dolores Rivas Cherif, una dama de 74 años, nacida en buena cuna del barrio madrileño de Salamanca y viuda de Manuel Azaña, el que fuera presidente en la II República. Dolores vivió emocionada el encuentro. Tras estar con el Rey, evocó a su marido, muerto en el exilio en Francia en 1940, en una triste habitación de hotel pagada por la diplomacia mexicana: «Cuánto le hubiera gustado a don Manuel Azaña ver este día, porque él quería la reconciliación de los españoles».
El estupendo Marcelino Oreja, ministro de Exteriores por entonces, recuerda cómo se fraguó la visita: «Un día el Rey me dijo: “Convendría ir a México”. Le respondí que bien. Y él añadió: “Oiga, ¿pero no está allí la viuda del presidente de la República? Pues quiero ir a verla”. Todo aquello fue idea del Rey». Oreja también cuenta que cuando se le planteó a Dolores Rivas que Juan Carlos I deseaba visitarla, «ella respondió que no podía permitir que el jefe del Estado se desplazase, que sería ella la que acudiría a donde él estuviese». Todo resultó «entrañable, emocionante». El Rey besaba la mano de la viuda de un actor clave en la salida de su familia rumbo a un larguísimo y duro exilio. Un ejemplo de concordia y reconciliación.
Con Azaña se ha pasado de la caricatura risible del satán masón del franquismo a una canonización laica también hiperbólica. Fue, a su modo, un patriota español, que intentó poner al día el reloj de su país. Pero como tantos intelectuales de mente poderosa llegó a confundir sus creencias particulares con las de todos. Se propuso liberar a España de «los pesados fardos de la Iglesia y la monarquía», fumándose el detalle de que muchísimos de sus compatriotas seguían siéndose católicos y monárquicos. Como gobernante se vio sobrepasado por los extremismos, incapaz de garantizar el orden y los principios de la propia República. Pero su figura se engrandece cuando en el verano del 38 pronuncia su legendario discurso de «Paz, piedad y perdón», antitético del guerracivilismo extemporáneo y zafio que hoy impulsa nuestro Ejecutivo regresista.
«Los españoles tendrán que convencerse de la necesidad de vivir juntos y soportarse a pesar del odio político. Si lo hubiesen entendido así nos habríamos ahorrado todos estos horrores», reflexionaba el exiliado Azaña, desolado por los desastres de la Guerra. Su discurso concuerda con el de nuestra actual monarquía, abogada también de la reconciliación. Por eso tenía todo el sentido ver ayer a Felipe VI inaugurando en la Biblioteca Nacional la exposición que homenajea a Azaña en su 80 aniversario. Me temo que el Rey y su padre han captado los anhelos del viejo republicano mucho mejor que los doctrinarios de las leyes tuertas de «Memoria Democrática», que solo permiten una lectura de la historia: la suya, sagrada e infalible.