Ignacio Camacho-ABC

  • Don Juan Carlos debe aceptar que su principal compromiso consiste ahora en no complicar más la tarea de su hijo

El Rey Juan Carlos -que será siempre Rey en la Historia como Carlos III o Felipe V: menuda estupidez esa idea de retirarle el título- parece al fin haber comprendido, o al menos aceptado, que su principal obligación consiste en no complicar más la tarea de su hijo. Ése es el último y gran servicio que puede prestar al Estado por mucho que se sienta incomprendido, solo o víctima de un injusto exilio. El gran éxito de su reinado, que nadie le puede ya quitar aunque haya malversado su prestigio con su conducta poco ejemplar y su pasión por el dinero y por los amores tardíos, fue posible gracias a su excepcional instinto político, que es al que debe seguir

apelando para entender cuál es en esta hora su principal compromiso. La decisión de no regresar en Navidad, aunque excusada en el Covid, corrige el desatino que el monarca emérito había acariciado en un principio. Sea por convicción propia, por presiones de La Moncloa o de La Zarzuela o de ambas, la permanencia en Abu Dabi tiene mucho más sentido que un retorno que sólo serviría para incrementar el ruido y crearle más conflictos a Felipe VI, el verdadero objetivo del acoso desencadenado por las fuerzas del republicanismo.

Sacar a Don Juan Carlos de España fue un error, una operación chapucera planificada sin madurez y ejecutada con precipitación y torpeza. Fue el Gobierno, por cierto, el que lo empujó fuera en un obtuso intento de sacudirse la presión de la extrema izquierda. A la impresión de fuga se ha sumado luego la de la confesión ante Hacienda, acto regularizador al que cualquier ciudadano tiene derecho en legítima defensa pero que abunda en la extensión de un clima de reproche y de sospecha. Por todo ello -y por lo que por desgracia queda- en este momento la vuelta supondría un nuevo problema, que empezaría en la elección de una residencia y continuaría por entorpecer al Rey vigente la ya difícil redacción del discurso de Nochebuena. Una alocución sobre la que el Ejecutivo está ejerciendo influencia para calzar alusiones al caso que de manera indirecta minimicen el inevitable e imprescindible recuerdo trágico de la pandemia.

Lo que el emérito ha de asumir, en éste y en todo caso, es que su reputación está liquidada y sólo podrá recuperarla en la fecha ojalá lejana de las honras funerarias, cuando por encima de las malas andanzas resaltará su gigantesco protagonismo en la puesta en marcha de la restauración democrática. Es la institución, la Corona, la que aún puede y debe preservar como contribución final al interés de España. Y esa misión pasa por mantenerse a la debida distancia, no tanto física como ética, no personal sino política. Manda la razón de Estado, la responsabilidad con la causa colectiva que él mismo supo simbolizar en la estabilidad de la monarquía. Y al fin y al cabo, no será este año el único español que no pueda celebrar la Nochebuena en familia.