EDITORIAL EL MUNDO – 01/07/17
· Cualquier español que hace 20 años tuviera una mínima edad, a buen seguro mantendrá hoy en su retina dos imágenes estremecedoras: la de la mirada perdida de Ortega Lara en el momento de su liberación de un zulo –hoy, incomprensiblemente, olvidado y sellado con hormigón–, y la de millones de manos alzadas en todo el país a modo de grito silencioso contra el vil asesinato de Miguel Ángel Blanco 13 días después. Son sólo dos instantáneas de aquellas conmovedoras dos semanas de julio de las que ahora se cumplen dos décadas. Pasamos de la alegría contenida por el rescate del funcionario de prisiones, tras un inhumano secuestro de 532 días, al dolor por la muerte a manos de ETA del joven concejal del PP.
Todos nos vimos sacudidos por aquellos sucesos que, sin duda, marcaron el principio del fin de la banda terrorista. Porque incluso algunos sectores próximos a la izquierda abertzale que a la altura de 1997 seguían de perfil ante el criminal historial etarra, a duras penas pudieron quedarse impasibles ante el grado de salvajismo demostrado por ETA con Ortega Lara y Miguel Ángel Blanco. Aun así, por desgracia, la banda siguió asesinando –853 personas han muerto estas décadas por la sinrazón terrorista–, jaleada por su brazo político y por un porcentaje demasiado alto de ciudadanos vascos que le apoyaban en las urnas.
Pero aquellos 15 días nos unieron todavía más a la inmensa mayoría de españoles frente al terror, algo que se tradujo en una concertación política fundamental que desembocaría, entre otras cosas, en la ilegalización de Batasuna. Y, no lo olvidemos, el Estado de Derecho nunca claudicó; pese a la situación límite en que la amenaza etarra colocaba a los demócratas, no se cedió al chantaje. Miguel Ángel Blanco se convirtió, muy a pesar de todos, en un símbolo por la libertad. Y, desde su fortaleza, el Estado mantuvo la única senda posible hasta que ETA fue derrotada. El acta de claudicación se produjo en octubre de 2011 con el anuncio del cese definitivo de la actividad armada, tras más de cinco décadas sembrando dolor sin sentido y sin conseguir objetivo alguno.
Veinte años después de que la Guardia Civil consiguiera rescatar a Ortega Lara, resulta imprescindible mantener viva la memoria y luchar para que no se distorsione ni un renglón el relato de los hechos, tal como pretende el nacionalismo vasco radical. Por supuesto que ha habido vencedores y vencidos. Y claro que hay víctimas –miles– y victimarios. Y la nueva etapa sin ETA tiene que estar cimentada en la memoria, la dignidad de cuantos han sufrido y la justicia. Sólo así se podrá llegar a una total normalización en el País Vasco.
En ese sentido, cabe urgir a todos los responsables políticos a que contribuyan con decisión a que se mantenga la memoria y a que las nuevas generaciones tengan muy presente un relato veraz de lo que ha sucedido. La democracia española ganó una batalla que ahora hay que mantener. Cabe felicitarse por el anuncio de ayer del ministro del Interior, quien avanzó que en el ámbito educativo habrá una unidad didáctica con libros de texto con valores contra el terrorismo y testimonios de las víctimas.
Pero, sin ir más lejos, indigna que la nave en Mondragón donde estuvo el zulo en el que los etarras enterraron vivo a Ortega Lara hoy sean dependencias semiolvidadas para guardar materiales en desuso. Las asociaciones de víctimas han realizado una encomiable campaña estos años para que se levanten monolitos allí donde hayan tenido lugar execrables atentados. Y qué duda cabe de que el lugar donde estuvo encerrado el funcionario es un espacio que merece atención y que debería servirnos para que jamás se olvide ni se repita lo que ocurrió.
Ha coincidido este 20º aniversario con el homenaje del alcalde Rentería, de Bildu, a tres asesinados en su municipio. Es el primer acto en el que un cargo de la izquierda abertzale pide perdón sin equidistancias. Una ocasión que ofrece cierta esperanza y consuelo. Pero, por desgracia, todavía estamos lejos de que ETA y su entorno realicen una revisión crítica de su pasado, asuman todo el daño producido y pidan un perdón sincero.
EDITORIAL EL MUNDO – 01/07/17