Dosis de recuerdo

EL CORREO 27/08/13
JAVIER ZARZALEJOS

En las instituciones emergen foros de paz, planes de paz, propuestas de paz, sin otro efecto que instalar la división, la confusión y en último término, el olvido

La denominada izquierda abertzale ha administrado en las calles en fiesta del País Vasco una potente dosis de recuerdo de lo que ha sido y de lo que sigue siendo. Ni siquiera la habitual banalización del activismo abertzale ni las forzadas expresiones de ‘normalidad’ con las que parecía obligado referirse a las fiestas, pasara lo que pasara, han conseguido ocultar el despliegue callejero y la ocupación simbólica y efectiva del espacio público por la extrema izquierda nacionalista.
No, no ha habido normalidad. Ha habido exaltación del terrorismo a través de la exaltación de sus autores, desafío a la ley, desprecio a las víctimas y exhibición pública de una evidencia apabullante, y no es otra que la constatación de que la izquierda abertzale ni ha condenado, ni ha rechazado la violencia terrorista, ni tampoco la ha deslegitimado, ni ha reconocido el sufrimiento concreto y específico de las víctimas causadas por aquellos a quienes han prestado su complicidad política. Sortu, Bildu y compañía han mostrado con claridad meridiana su condición de arrogantes custodios de la trayectoria criminal de ETA y de su decisión de prolongar lo que esta trayectoria ha significado para que sea el elemento referencial de la política vasca: la ETA que ha matado y la que ha tenido que dejar de matar. Con estos antecedentes, haber conseguido la legalización a base de genéricos compromisos «a futuro», que diría Ibarretxe, ofrece sin duda un motivo para la celebración. Y a eso se ha puesto ese mundo, haciendo visible no tanto su astucia sino la anemia política y la torpeza histórica de quienes promovieron, primero, y decidieron, después, abrir la puerta de la legalidad a los que siguen queriendo destruirla.
Claro que las dosis de recuerdo tienen por finalidad reactivar el sistema inmunitario del organismo para que éste no olvide al agente infeccioso y mantenga viva su identidad de modo que pueda reaccionar ante futuras agresiones. Debe ser por eso que los virus más peligrosos son los que mutan, engañando a nuestras defensas, que no sienten necesidad de reaccionar simplemente porque les falla la memoria. Y lo que parece hasta ahora es que el virus ha mutado. Ha mutado lo suficiente como para dejar al sistema inmunitario cívico bloqueado en la perplejidad o arrastrado al desistimiento, con apenas excepciones, como la valiosa actuación del delegado del Gobierno en defensa de la ley.
Es que «ETA ya no mata». Esta frase se ha convertido en el argumento que cierra sin apelación posible toda apreciación crítica sobre una situación en la que parece que ese «ETA ya no mata» nos obliga a atribuir derechos especiales a los cómplices políticos y sociales de una organización terrorista, en vez de constituir, como sería lógico, el motivo para exigirles unos deberes de reparación y reconocimiento que en absoluto están cumpliendo. Es que «ETA ya no mata». Pues por eso.
De algún modo –en algunos casos de un modo bien explícito–, que ETA no mate no sólo produce un alivio comprensible en sus víctimas potenciales sino que parece legitimar a los que nunca lo han sido para usurpar la cabecera de la manifestación, sin mérito alguno por su parte, para hacer lo que han hecho casi siempre, presionar al Estado en la mala dirección, rebajar el listón de la exigencia a los causantes de tanto daño, situarse en un terreno presuntamente equilibrado, y jugar a amigables componedores entre dos bandos. Es como una trasposición a la política de la ancestral institución de la ‘covada’ practicada en tierras cántabras, en virtud de la cual después del parto era el marido el que se metía en la cama para recibir las felicitaciones, mientras la mujer era ignorada.
Y así, mientras la izquierda abertzale exhibe en las calles su adicción política y simbólica a la violencia y desmiente con obscena ostentación de txupines y txupineras su pretendida sensibilidad hacia las víctimas, en las instituciones emergen foros de paz, planes de paz, propuestas de paz sin otro efecto que instalar la división, la confusión y en último término, el olvido.
Está por ver que esta dosis de recuerdo sea respondida por la activación de las defensas de un organismo social profundamente debilitado, que ha interiorizado –en buena medida siguiendo los mensajes de sus dirigentes políticos– una suerte de satisfecha resignación acompañada de una renuncia desesperanzada: «ETA no mata. Vamos a conformarnos con eso». Eso, efectivamente, es mucho. Pero tengo para mí que si Miguel Angel Blanco, Gregorio Ordóñez, Fernando Buesa o José Luis López de la Calle hubieran querido evitar el riesgo de ser asesinados por ETA, les habría resultado muy fácil. Les habría bastado con dedicarse a su profesión sin ser concejales o diputados o escribir entretenidas columnas costumbristas. Ni siquiera con ETA, mantenerse vivo era difícil entonces. Bastaba con no meterse en líos, con respetar el territorio que los terroristas marcaban, pagar, callar, mirar a otro lado. Nada difícil. De hecho muchos –la inmensa mayoría– lo hacían en mayor o menor medida. Pero si aquellos, y tantos otros imprescindibles, asumieron el riesgo que suponía expresar su voz e influir en la sociedad a través de un compromiso esencialmente cívico, fue porque querían una vida de libertad y dignidad, de claridad moral, de respeto a los derechos que nos hacen ciudadanos, de solidaridad con las víctimas, de oposición a la tiranía del miedo y al nacionalismo obligatorio. Cada mañana de su vida cuando salían de su casa para acudir a su ayuntamiento o al parlamento o para entregar la columna en su periódico, lo que realmente hacían era decir que no les bastaba con que ETA no les matase. Y esa debería ser nuestra dosis de recuerdo.